UD 8- LA CONFIGURACIÓN DEL ESTADO LIBERAL (1833-1868)

LA CONFIGURACIÓN DEL ESTADO LIBERAL (1833-1868

INTRODUCCIÓN. 

Durante el reinado de Isabel II se va a consolidar el sistema político liberal en España, los dos partidos liberales que lucharán por el poder serán los moderados (representantes de la alta burguesía) y los progresistas (representan más a la baja burguesía), estos se sucederán en el poder; cuando gobiernen cada uno redactará una constitución a su medida. Fuera del sistema quedan los absolutistas (carlistas) que reclaman el trono para Carlos María Isidro y sus sucesores, debido a estos España se verá envuelta en tres guerras civiles. Este reinado pudo haber sido el periodo decisivo para la modernización de las estructuras económicas pero esa tentativa quedó frustrada.

En la evolución del reinado podemos hablar de varias etapas, la primera es la de las regencias, la reina es menor de edad y en su nombre gobierna primero su madre María Cristina (1833-1840) y luego Espartero (1840-1843). Proclamada mayor de edad en 1843, se sucederán los gobiernos moderados, interrumpidos solamente por la revolución de 1854 que inaugura el bienio progresista. Tras 1856 retornan los moderados de varias tendencias. A partir de 1866 una crisis económica grave y varios escándalos y represiones de pronunciamientos desacreditan a Isabel II, una revolución en septiembre de 1868 la destrona y se abre una nueva etapa en la Historia de España. 

I. LA ÉPOCA DE LAS REGENCIAS Y EL PROBLEMA CARLISTA. 

A la vez que moría Fernando VII y se iniciaba la guerra civil por su sucesión, comenzaba también la construcción de la nueva España liberal. La primera propuesta de los consejeros de María Cristina de Borbón -viuda de Fernando VII y reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija Isabel II- fue realizar unas reformas, que parecían necesarias, a fin de alcanzar un "justo medio" que pudiera atraer a los ya autodenominados carlistas y a los nuevos liberales. 

1. Moderados y progresistas. 

Las dos tendencias que en esos momentos dividían el mundo liberal, la moderada y la progresista, desencadenaron el juego político que iba a durar hasta 1868. Ese mundo estaba conformado por una burguesía alta y media con convicciones liberales y con un cierto grado de educación, pero muy escasa en número si se comparaba con la totalidad de la población.

Entre los moderados y los progresistas -estos últimos, llamados hasta entonces exaltados o radicales- no había demasiadas diferencias. Para dar estabilidad al Estado, ambos admitían ciertas bases, que pueden resumirse en la aceptación de una ley fundamental escrita, la Constitución, y de unos órganos representativos de la nación basados en el sufragio censitario, y en la necesidad de un régimen con opinión pública y con libertades individuales.

El modelo moderado era, ante todo, pragmático. Por un lado pretendía asimilar los principios del Antiguo Régimen y las nuevas ideas liberales nacidas de la revolución francesa, para formar una vía propia que fuera a la vez tradicional y moderna; por otro, estaba más atento a los intereses económicos de las fuerzas sociales que lo sostenían que a los mismos principios políticos. El grupo moderado estaba integrado por liberales "doceañistas", que se autocalificaban como "hombres de orden", sensibles a los avances de su tiempo, y por grupos de liberales que se habían ido separando de los exaltados y progresistas desde el trienio liberal (1820-1823). Su preocupación fundamental era construir un Estado unitario y seguro servido por una administración centralizadora.

El poder debía estar controlado por las clases propietarias e ilustradas, que eran las capacitadas para hacerlo, en tanto se dejaba de lado a la gran masa de las clases populares. Para ello, el procedimiento elegido fue el sufragio censitario: solamente podrían elegir diputados o senadores aquellos que pagaran al Estado una determinada cantidad anual en concepto de contribución por la propiedad, o que tuvieran una determinada profesión. 

El modelo progresista gozó de mayores simpatías que el moderado entre las clases medias: propietarios medios de la tierra, comerciantes y manufactureros e intelectuales universitarios. Hasta mediados de los años cincuenta contó con las simpatías de las "clases populares" - artesanos pequeños, obreros industriales, etc.-, de forma que dieron al progresismo un definido carácter populista, especialmente perceptible en los núcleos urbanos.

Así, los progresistas sostuvieron la definición inicial de la Constitución de 1812 de que la soberanía residía en la nación -el pueblo- y tenía su re-presentación exclusiva en las Cortes; dicha institución era, por tanto, la portadora del poder legislativo y la única facultada para decretar y sancionar la posible Constitución. Por tanto, y siguiendo el modelo del sistema inglés, el rey debía jurarla, porque era un funcionario del Estado al servicio de todos y, respecto a todas las opciones políticas, una instancia neutral que reinaba pero no gobernaba.

Su programa era reformista -no revolucionario-, de forma que defendían, como los moderados, el sufragio censitario en las elecciones, aunque ampliaban la participación ciudadana al rebajar la cantidad de contribución anual exigible. Su misma denominación se vinculaba a la idea de que el individuo, la sociedad y la naturaleza estaban sometidos a un proceso de mejora y constante perfección.

En lo económico defendían el librecambismo, es decir, la eliminación de barreras aduaneras para los productos extranjeros que frenaban los intercambios con otros países. Otro punto sustancial del modelo progresista era el deseo de suprimir lo que llamaban "la contribución de sangre", es decir, el servicio militar obligatorio por el sistema de quintas. La cuestión de las necesidades militares del país debía solucionarse mediante un ejército profesional remunerado y bien instruido, y no haciendo una recluta que recaía únicamente en jóvenes pertenecientes a las clases bajas o que no podían reunir la cantidad de dinero suficiente para ser declarados exentos. 

2. El Estatuto Real de 1834. 

Tras la muerte de Fernando VII María Cristina fue nombrada regente y llamó a gobernar a Cea Bermúdez, partidario del absolutismo. El ministro de Fomento, Javier de Burgos, llevó a cabo una gran labor reformista, de destacar es la creación de una nueva división provincial que es la misma que, con pocas modificaciones, tenemos hoy en día. El estallido de la guerra carlista aglutina a gran parte de los absolutistas del lado de Carlos María Isidro, esto hace inevitable una aproximación a las tesis liberales para consolidar a Isabel II en el trono, así en enero de 1834, el nuevo ministro Martínez de la Rosa, una vez que se dio cuenta de que era imposible acuerdo alguno con los carlistas, intentó lograr un equilibrio entre las tendencias -moderada y radical - de los pocos liberales que se habían ofrecido a ayudar a María Cristina para comenzar a andar por la nueva senda liberal. El primer resultado fue la elaboración del Estatuto Real.

El Estatuto, que fue sancionado y firmado por la reina gobernadora en abril de 1834, fijó por escrito el deseo de una transición entre el Antiguo y el Nuevo Régimen que no resultara demasiado traumática. Por un lado, era una "Carta otorgada " de parecida naturaleza a la Carta constitucional que en 1814 había ofrecido Luis XVIII a los franceses: el monarca, sin que las Cortes intervinieran, se limitaba a consentir a su lado otros poderes del Estado; por otro lado, era una "constitución" incompleta: no regulaba los poderes del rey ni del Gobierno, ni recogía declaración alguna sobre los derechos de los individuos. Con las normas electorales vigentes sólo podían votar unos 16.000 varones sobre una población de 12 millones de habitantes.

En los dos años siguientes a su promulgación pudo comprobarse que no satisfacía a los liberales radicales, quienes proponían una auténtica Constitución nueva -elaborada desde la soberanía nacional- o la vuelta a la de 1812. 

3. La reacción progresista (1835-1837). 

La guerra contra los carlistas supuso una radicalización del liberalismo en armas. En 1836 permanecía el clima de crispación provocado por la incertidumbre de la guerra civil y por la situación desastrosa de la Hacienda.

El conde de Toreno sustituyó a Martínez de la Rosa y durante su breve mandato de cuatro meses llevó a cabo amplias reformas, la más importante es la desamortización de los bienes del clero dirigida por el ministro de Hacienda Juan Álvarez de Mendizábal, eso y la disolución de la Compañía de Jesús y el clima anticlerical supuso la ruptura de relaciones con la Santa Sede.

El motín de los sargentos de La Granja, en agosto de 1836, obligó a la regente a restablecer la Constitución de 1812 y a nombrar como jefe de gobierno a José María Calatrava, un hombre de los del trienio liberal, que ya por entonces empezaban a llamarse "progresistas".

Pero esta no fue más que una solución temporal y un procedimiento para poder convocar unas Cortes Constituyentes que trajeran la nueva Constitución que se solicitaba. 

4. La desamortización de Mendizábal. 

La desamortización, primero de los bienes eclesiásticos y luego de los pueblos, fue la medida práctica de mayor trascendencia tomada por los gobiernos liberales, y se desarrolló durante todo el siglo XIX, entrando incluso en el XX.

El hecho de desamortizar tales bienes suponía dos momentos bien diferenciados: primero, la incautación por parte del Estado de esos bienes, por lo que dejaban de ser de "manos muertas"; es decir, dejaban de estar fuera del mercado, para convertirse en "bienes nacionales"; y segundo, la puesta en venta, mediante pública subasta, de los mismos. El producto de lo obtenido lo aplicaría el Estado a sus necesidades. Este dilatado proceso de ventas no fue continuo, sino resultado de varias desamortizaciones: la de Godoy, ministro de Carlos IV (1798); la de las Cortes de Cádiz (1811-1813); la del trienio liberal (1820-1823); la de Mendi-zábal (1836-1851), y la de Pascual Madoz (1855-1924). En todo este proceso se expropió el 39 por ciento de la superficie del Estado.

De estas desamortizaciones, nos centraremos de forma especial la de Mendizábal, porque la puesta en práctica de su decreto trajo la ruptura de las relaciones diplomáticas con Roma y removió y dividió la opinión pública de tal forma, que ha quedado en la historia contemporánea como "la desamortización" por antonomasia. Cuando en 1835, llamado por sus amigos políticos y hombres de negocios progresistas, llegó desde Londres para presidir el Gobierno, lo que le preocupaba era garantizar la continuidad en el trono de Isabel II, esto era, la del nuevo Estado liberal. Para ello era condición necesaria ganar la guerra carlista, que en ese momento resultaba incierta; pero este objetivo no podría realizarse sin dinero o sin crédito. A su vez, para poder fortalecer la credibilidad del Estado ante futuras peticiones de crédito a instituciones extranjeras, era preciso eliminar, o por lo menos disminuir, la deuda pública hasta entonces contraída o, dicho de otro modo, pagar a los acreedores. 

El decreto desamortizador, publicado en 1836, en medio de la guerra civil con los carlistas, puso en venta todos los bienes del clero regular -frailes y monjas-. De esta forma quedaron en manos del Estado y se subastaron no solamente tierras, sino casas, monasterios y conventos con todos sus enseres -incluidas las obras de arte y los libros-. Al año siguiente, 1837, otra ley amplió la acción, al sacar a la venta los bienes del clero secular -los de las catedrales e iglesias en general -, aunque la ejecución de esta última se llevó a cabo unos años más tarde, en 1841, durante la regencia de Espartero.

Con la desamortización de Mendizábal se pretendían lograr varios objetivos a la vez: ganar la guerra carlista; eliminar la deuda pública; atraerse a las filas liberales a los principales beneficiarios de la desamortización, que componían la incipiente burguesía con dinero; poder solicitar nuevos préstamos, al gozar ahora Hacienda de credibilidad, y cambiar la estructura de la propiedad eclesiásti-ca, que de ser amortizada y colectiva pasaría a ser libre e individual. Pero había más: la Iglesia sería reformada y transformada en una institución del Nuevo Régimen, comprometiéndose el Estado a mantener a los clérigos y a subvencionar el correspondiente culto.

Habría que concluir señalando que, en conjunto, el proceso de desamortizaciones no sirvió para que las tierras se repartieran entre los menos favorecidos, porque no se intentó hacer ninguna reforma agraria, sino conseguir dinero para los planes del Estado. La extensión de lo vendido se estima en el 50 por 100 de la tierra cultivable y su valor entre el 25 y el 33 por 100 del valor total de la propiedad inmueble española. La desamortización trajo consigo una expansión de la superficie cultivada y una agricultura algo más productiva. 

Otras consecuencias de trascendencia histórica fueron: en lo social, la aparición de un proletariado agrícola, formado por más de dos millones de campesinos sin tierra, jornaleros sometidos a duras condiciones de vida y trabajo solamente estacional; y la conformación de una burguesía terrateniente que con la adquisición ventajosa de tierras y propiedades pretendía imitar a la vieja aristocracia. En cuanto a la estructura de la propiedad, apenas varió la situación desequilibrada de predominio del latifundismo en el centro y el sur de la Península y el minifundio en extensas áreas del norte y noroeste. Además, el impacto de la desamortización en la pérdida y el expolio de una gran parte del patrimonio artístico y cultural español fue, asimismo, importante. 

5. La Constitución de 1837. 

De acuerdo con lo establecido en la Constitución de 1812, se celebraron en los meses de septiembre y octubre de 1836 las elecciones para diputados a las Cortes Constituyentes o Extraordinarias, las que se convocan exclusivamente para proporcionar una Constitución al país. El clima fue de general indiferencia entre los pocos que habían sido llamados a votar de acuerdo con el sufragio censitario. Las razones de esta indiferencia fueron muy diversas, aunque influyeron de forma decisiva la preocupación por la guerra civil y la misma desorientación política. Así, durante cerca de nueve meses, las Cortes fueron elaborando la nueva Constitución, que al fin juró María Cristina el 18 de junio de 1837. Se produjo, pues, su promulgación en un momento especialmente comprometido para los liberales isabelinos, porque en mayo, la llamada Expedición Real del ejército carlista, con Carlos María Isidro al frente, se había puesto en marcha desde Navarra para alcanzar Madrid, a cuyos alrededores llegaría en septiembre.

Precisamente por la situación tan incierta por la que estaba pasando el liberalismo, esa Constitución -calificada de progresista por haber en ese momento un gobierno de dicha tendencia- resultó ser mucho más un elemento de unión de los grupos liberales ante el peligro común que la plasmación exclusiva del ideario progresista.

Así, mientras en el preámbulo del texto se sobreentiende que la soberanía nacional reside únicamente en la nación, sin embargo, no hay ningún artículo que lo proclame explícitamente.

Las dos diferencias más importantes con respecto a la Constitución de 1812 fueron el reforzamiento del poder de la Corona y el Parlamento bicameral.

La ley electoral que acompañó a la Constitución era sumamente restrictiva y en las elecciones de 1837 solamente fueron llamados a votar el 2 % de la población, es decir, los principales propietarios.

Por lo demás, los aspectos más progresistas de esta Constitución de 1837 fueron los referentes a la libertad de prensa y al poder otorgado a los ayuntamientos. En el primer caso se sometía la calificación de los delitos de prensa a un jurado especial, lo cual significaba la práctica impunidad de aquella, de forma que iba a ser una de las razones que incitaría a los moderados a reformar la Constitución. En el segundo, las corporaciones municipales -alcalde y concejales-serían elegidas por sufragio universal masculino por los vecinos sin intervención del poder central.

Si a esto se le añade que también el texto señalaba que la Milicia Nacional, que estaba compuesta por ciudadanos voluntarios para mantener el orden, dependería directamente de los ayuntamientos, es fácil entrever que estos se convertían en verdaderos centros de poder local al margen de Madrid, que podían llegar a ser cabezas de motines o de pronunciamientos. 

6. El trienio moderado (1837-1840). 

Las elecciones de 1837 supusieron, como era lógico en función del sufragio censitario, un triunfo de los moderados que pusieron fin al espíritu de entendimiento que se dio en la elaboración de la Constitución de 1837. Evaristo Pérez de Castro era el presidente de un gobierno con graves problemas económicos por la guerra carlista. Dos militares tenían mucha influencia, en el bando moderado Narváez, y en el progresista Espartero, representaban bandos contrarios dentro del liberalismo y su rivalidad era manifiesta. Pero Espartero ganó predicamento tras vencer en la guerra carlista y firmar en agosto de 1839 el Convenio de Vergara que ponía fin a la guerra carlista y que desarrollaremos a continuación. Varias leyes moderadas, sobre todo la que ponía fin a la elección de los alcaldes por los vecinos motivó la formación de juntas por todos sitios y una insurrección generalizada. La reina pidió a Espartero que lo reprimiera y éste no sólo se negó sino que pidió un gobierno progresista y la disolución de las Cortes, la reina le nombró presidente, renunció a la regencia y se marchó a Francia. 

7. El problema carlista y la primera guerra (1833-1839).

a) Análisis de los dos bandos enfrentados. 

Fernando VII murió el 29 de septiembre de 1833, dos días después, su hermano Carlos María Isidro, a través del Manifiesto de Abrantes, reclamaba el trono desde Portugal. Muchas ciudades españolas le siguieron. Otras siguieron fieles a la reina regente y a la causa de su hija Isabel. La guerra que se desató fue algo más que una guerra dinástica por la sucesión al trono.

En el bando carlista se encuadraron los absolutistas más intransigentes, es decir, partidarios del Antiguo Régimen. Ideológicamente eran partidarios del absolutismo, de la importancia de la religión y la Iglesia, y de la defensa de los fueros que se identificaban con el Antiguo Régimen, esta defensa foral arrastrará a las provincias vascas y a Navarra a la causa carlista. Desde el punto de vista social en el carlismo militaban altos funcionarios ultraconservadores, parte de la nobleza, parte del ejército, la mayoría del bajo clero, una parte muy importante del campesinado y de los trabajadores artesanos que empezaban a sufrir la competencia de la industria.

Las zonas de mayor implantación carlista fueron: Álava, Guipúzcoa, Vizcaya, Navarra, el Maestrazgo, el Pirineo catalán…

En el exterior no contaron con el apoyo de ningún país, pero sí con las simpatías de los imperios absolutistas europeos.

En el bando isabelino (o cristino) la reina viuda María Cristina no tuvo más remedio que buscar apoyos en los absolutistas moderados y en los liberales, estos sectores veían que apoyar a la reina era la única opción para reformar el país. La reina regente contó siempre con el apoyo de parte de la nobleza, casi todo el alto clero, casi todos los generales, la alta burguesía, las clases medias urbanas, los obreros industriales y una parte del campesinado del sur peninsular. Contaron los isabelinos con el apoyo de países como Portugal, Inglaterra y Francia. 

b) El desarrollo bélico. 

En una primera fase (1833-1835) destacan los triunfos carlistas, esto se debe a su gran movilidad y al conocimiento del terreno. Su suerte se trunca en 1835 cuando el general carlista Zumalacárregui muere en el cerco de Bilbao, la única gran ciudad que estuvo a punto de caer en sus manos, ya que su dominio se basaba, sobre todo, en el medio rural. 

La segunda etapa (julio de 1835-octubre de 1837) supone la difusión del conflicto por todo el territorio nacional. Destaca en 1837 la famosa expedición real de Carlos V (Carlos María Isidro), que a punto estuvo de tomar Madrid pero que fue rechazada por el general Espartero. Los pueblos y ciudades se mantienen en actitud pasiva ante la llegada de partidas carlistas, que fuera de sus feudos no tienen apoyos. 

La tercera fase tuvo lugar entre octubre de 1837 y agosto de 1839 y se caracteriza por el agotamiento de los contendientes. Entre el carlismo surgen dos tendencias, una radical (apostólica se le decía entonces) que quería continuar la lucha hasta el final, y otra moderada partidaria de llegar a un acuerdo con los isabelinos. Esta última facción se impone y el general Maroto firma el Convenio de Vergara en agosto de 1839 con Espartero por el que se pone fin a la guerra. Los carlistas se rendían pero conservaban sus grados militares en el ejército de Isabel II, además, los liberales se comprometía a mantener los fueros. El país quedaba devastado tras seis años de guerra. Pero no todos los carlistas se entregaban, en el Maestrazgo el general Cabrera continuó la lucha hasta el final, hasta que fue derrotado en Morella en junio de 1840.

Las consecuencias más importantes de la guerra carlista fueron varias. En lo político la monarquía, ávida de apoyos, se inclinó de manera definitiva hacia el liberalismo. En ese mismo campo, los militares cobrarían un gran protagonismo en la vida política y protagonizarían frecuentes pronunciamientos. Por último, los gastos de la guerra forzaron la desamortización de las tierras de la Iglesia. 

8. La regencia de Espartero (1840-1843).

a) El autoritarismo de Espartero. 

Desaparecida María Cristina de la vida política quedaba por nombrar una regencia. Dentro de los progresistas, ahora en el poder, el consenso casi unánime era formar una regencia integrada por tres personas, Espartero impuso su deseo y quedó proclamado como único regente, e iniciará una etapa caracterizada por un creciente autoritarismo y un gobierno muy personal que se apoyará en un grupo reducido de incondicionales y no en todas las tendencias del progresismo, lo que le granjeará el alejamiento de amplios sectores de esa tendencia. En las Cortes no tiene la mayoría, pero busca apoyos entre los moderados cuando sus compañeros progresistas se lo niegan. Desde el punto de vista social practica una política populista y contará con amplias simpatías entre las clases medias y amplios sectores del ejército.

Una de sus primeras medidas legislativas fue la lógica derogación de la Ley de Ayuntamientos, que entregaba nuevamente a los vecinos la potestad de elegir al alcalde por sufragio universal masculino. Como progresista impulsaría la continuación de la desamortización iniciada por Mendizábal e interrumpida por los moderados, eso se plasma en la Ley Espartero de septiembre de 1841, el ritmo de ventas de tierras eclesiásticas se aceleró, en un contexto de oposición frontal de Roma a su gobierno y en una aproximación de la Santa Sede a los sectores carlistas. En lo económico apuesta por el librecambismo según el modelo británico, opción que levantó una gran oposición entre los industriales textiles catalanes que veían como los productos ingleses más baratos y de mejor calidad entrarían libremente y hundirían la producción nacional. Ese hecho y la continua injerencia del embajador británico en Madrid en la vida política nacional, suscitaron un levantamiento progresista contra Espartero, dirigido por O´Donnell y algunos moderados, el intento fracasa en septiembre de 1841. 

b) La crisis de la regencia. 

El régimen de Espartero cada vez se basaba más en los apoyos populares y militares que en una mayoría parlamentaria. Pero en el otoño de 1842 van a reducirse todavía más las simpatías populares de las que gozaba, sobre todo debido a los sucesos de Barcelona. Tal y como hemos adelantado antes, el regente impuso una política librecambista que suscitó una dura oposición por parte de amplios sectores de la burguesía catalana, la situación se caldeó todavía más cuando, además, firmó un tratado comercial con Gran Bretaña que era claramente perjudicial para los intereses catalanes. La situación se complicó todavía más al reclutar por la fuerza a un gran número de milicianos de Barcelona, esta era la gota que colmaba el vaso, y se produjo una rebelión abierta contra el regente. En vez de optar por la vía de la negociación, dirigió la represión militar, hecho que tuvo lugar entre el 3 y el 4 de diciembre de 1842. Barcelona fue bombardeada, más de 800 bombas cayeron en la ciudad condal, más de 400 edificios fueron destruidos y hubo centenares de muertos.

Como consecuencia de lo anterior, se redujeron los apoyos a Espartero. Esta falta de apoyos se materializó en el fracaso electoral de abril de 1843, y en el llamamiento de Salustiano Olózaga, figura progresista, para disolver las Cortes.

Progresistas y moderados se pusieron de acuerdo para acabar con el poder personal del regente. Narváez, general moderado que intriga de acuerdo con la exiliada María Cristina, se enfrenta a las tropas de Espartero en Torrejón de Ardoz entre el 22 y el 23 de julio de 1843, como resultado de aquella batalla, Espartero abandonó la regencia y se exilió a Londres el día 30. Ante esta situación se adelanta la mayoría de edad de Isabel II que contaba con 13 añitos y se abre una larga etapa de gobierno moderado. 

II. LA DÉCADA MODERADA (1844-1854). 

Ya en los últimos meses de 1843, los moderados comenzaron a desplazar definitivamente a los progresistas del poder. Al tiempo que esto sucedía, creció la opinión de que era hora de asentar el Estado sobre unas bases firmes, reformando, entre otras medidas, la Constitución de 1837, entonces en vigor. Cuando Narváez llegó a la presidencia del Gobierno, en mayo de 1844, inició una serie de reformas que limitaban las libertades propuestas por los progresistas, robusteciendo el poder de la Corona y organizando una administración centralista. 

1. Las primeras reformas moderadas. 

La preocupación de los moderados era hacer compatibles dos conceptos: orden y libertad. Y se empezó por poner los medios para establecer un orden público estricto. A fines de 1843, el gobierno presidido por González Bravo ya había preparado el terreno suprimiendo la Milicia Nacional; con ello se acababa con la fuerza de choque del partido progresista. A la vez se empezó a preparar otro instrumento, la Guardia Civil, para salvaguardar el orden público y la propiedad de las personas. Su reglamento, aprobado el 6 de octubre de 1844, enumeraba las obligaciones y facultades del nuevo cuerpo. Su primera obligación era auxiliar al jefe político provincial -más tarde, gobernador civil - del que dependía, para acabar con cualquier desorden, o bien tomar por sí misma la decisión de desarrollar esta función en el caso de que dicha autoridad no estuviera presente. Su segunda obligación consistía en disolver cualquier reunión sediciosa y armada. Las restantes obligaciones mezclaban esta política de orden público con la vigilancia de la propiedad, que en la España de mitad del XIX era fundamentalmente rural.

Después se continuó con la prensa. La existencia de un jurado para los delitos de imprenta no había servido de nada, por lo que estos delitos, como los demás, deberían ser materia de las leyes comunes; de este modo, quedó extinguida la fórmula progresista en julio de 1845 y se dio paso a un control preciso de la imprenta y de la prensa por parte del Gobierno.

La ley orgánica de enero de 1845 delimitaba la función de los alcaldes, haciéndolos depender del poder central; serían nombrados por el Gobierno o por las autoridades provinciales representantes de este -los jefes políticos-, y se les encomendaba la custodia del orden público en las respectivas poblaciones a su cargo, teniendo como colaboradora en esta misión a la Guardia Civil. De esta forma se liquidaban los intentos progresistas de descentralización. 

2. La Constitución de 1845. 

La nueva Constitución fue sancionada por la Corona el 23 de mayo de 1845. Aunque fue presentada como una reforma para mejorar la de 1837, en realidad se trataba de un texto nuevo, claramente moderado, que excluía toda pretensión de pacto con los progresistas. Su preámbulo contenía dos principios trascendentales: se negaba que la soberanía nacional residía en el pueblo y se afirmaba que dicha soberanía era dual, compartida entre el rey y las Cortes, éstas en cuanto representantes del pueblo. Así, ahora eran el rey y las Cortes quienes decretaban la Constitución, y no solamente las Cortes, como había sucedido en 1812 o en 1837. De ahí que las reformas políticas más importante fueran la supresión de las limitaciones de los poderes del rey -de la reina, en este caso- y el au-mento de sus prerrogativas, con la consiguiente pérdida de autonomía de las Cortes. En conjunto, la Constitución de 1845 despertó pocos entusiasmos, porque, si bien los progresistas se opusieron a ella de inmediato, el sector "duro" de los moderados consideró que era insuficiente y que había que restringir aún más el poder de las Cortes. 

3. La segunda guerra carlista (1846-1849). 

Se le conoce también como guerra dels matiners (guerra de los madrugadores). El pretendiente en esta ocasión era Carlos VI, hijo de Carlos María Isidro. No tuvo ni la violencia ni el impacto de la primera. La causa del resurgimiento del conflicto fue el fracaso de la planeada boda entre el pretendiente carlista Carlos VI e Isabel II, lo que hubiera resuelto el conflicto dinástico. Aunque se desarrolló sobre todo en el campo catalán, hubo también episodios aislados en otras zonas. Hasta 1860 se repitieron levantamientos armados carlistas de poca trascendencia. 

4. El clericalismo de los moderados: el concordato de 1851. 

Otro aspecto destacado de la Constitución fue la declaración categórica de que la religión de la nación española era la católica, apostólica y romana, en contraste con la Constitución de 1837, que se limitaba a enunciar el hecho de que la religión católica era la que profesaban los españoles. Por aquel entonces, los moderados intentaban restablecer completamente las relaciones con el Papa, después de la ruptura provocada por la desamortización de Mendizábal, y negociaron un concordato que se firmaría en 1851. 

El concordato interpretaba que la única religión del Estado era la católica, lo cual entrañaba obligaciones del poder civil para la defensa de la religión. Las principales consecuencias de esta afirmación eran la intervención que se concedía a los obispos en la enseñanza y el apoyo que los gobiernos se obligarían a prestarles en la represión de las llamadas doctrinas heréticas. De hecho, ya una disposición gubernamental de 1844 había concedido -en plena consonancia con las medidas adoptadas por entonces para regular la libertad de imprenta-la capacidad de censurar las obras sobre religión y moral.

Pero hay que observar que, en el orden político, los gobiernos moderados iban a conseguir dos importantes logros: de una parte, la aceptación por Roma de que los bienes desamortizados quedaran en manos de sus propietarios, lo cual implicaba acabar con la persecución de los compradores, que formaban el núcleo del partido moderado, y, de otra, la renovación del derecho de presentación de obispos, que se había establecido en el anterior concordato de 1753. Cuando quedaba vacante alguna diócesis, el Gobierno gozaba del derecho de proponer tres nombres para que Roma eligiera entre ellos al nuevo obispo, lo cual significaba que, en adelante, los gobiernos propondrían a adictos a sus programas y pretensiones. 

5. Las reformas de la administración. 

Con las reformas previas a la Constitución, los moderados habían eliminado posibles peligros, y en este texto dictaron las pautas para que se procediera a la definitiva organización del Estado. Los objetivos fundamentales eran tres: un orden jurídico unitario, una administración centralizada y una Hacienda con unos impuestos únicos.

El deseo de componer un corpus de leyes unitario que sirviera para todos, y que implicaba la eliminación de todos los fueros, leyes y costumbres ex-cepcionales, ya estaba presente en 1843 o en los primeros momentos del partido moderado.

La centralización y organización administrativa, sustentada por la reforma territorial de Javier de Burgos de 1833, quedó consolidada y uniformada, desde enero de 1845, mediante leyes concretas que regulaban la ordenación provincial y la administración local, concentrando en los gobernadores civiles la autoridad.

La tercera de las reformas, y quizá la más urgente, fue la reforma de la hacienda. Para salir del marasmo en que siempre se había encontrado la Hacienda estatal, se refundieron los innumerables impuestos antiguos en unos pocos de corte moderno, con el fin de racionalizar su cobro.

La reforma se concretó en nuevas contribuciones directas -territoriales, industriales y de comercio-; pero, al no estar apoyada por la confección de un catastro ni unas estadísticas fiables, no se pudo evitar que prosiguiera la tradición del fraude y de la evasión fiscal. Con todo, los ingresos serían insuficientes y se potenciarían los ingresos indirectos como el impopular sobre los consumos. 

III. EL BIENIO PROGRESISTA (1854-1856) Y LA VUELTA AL MODERANTISMO (1856-1868).

1. El bienio progresista (1854-1856). 

El escandaloso favoritismo en todos los campos de la vida social y la generalizada corrupción existente en la política económica y financiera de los gobiernos moderados provocaron reacciones y movimientos subversivos en amplios sectores liberales, incluidos los moderados, que finalmente llevaron a la calle a las clases populares. La revolución de 1854 trajo consigo un cambio de rumbo en la orientación política del país. El procedimiento utilizado fue el pronunciamiento.

En julio de 1854, una facción del ejército encabezada por el general mo-derado O´Donnell se pronunció en Vicálvaro, enfrentándose a las tropas del Gobierno. El resultado de la acción quedó indeciso y O´Donnell se retiró camino de Andalucía. En Manzanares se le unió el general progresista Serrano y ambos decidieron lanzar un Manifiesto al País (Manifiesto de Manzanares) con promesas progresistas. Desde que se produjo su difusión, las agitaciones populares proliferaron y casi toda España se unió a la insurrección, de modo que el alzamiento militar moderado quedó desbordado y convertido en un movimiento popular y progresista, que, además, en algunos lugares -principalmente en Barcelona- tuvo dimensiones obreristas. A la vista de los acontecimientos, la reina Isabel II decidió entregar el poder a la principal figura del progresismo, el general Espartero. 

a) Las reformas progresistas del bienio. La constitución de 1856. 

Finalizaba así la década moderada y comenzaba lo que se llamó el bienio progresista, que duraría hasta septiembre de 1856, un tiempo en el que los gobiernos se esforzaron por poner en práctica varias medidas: ascenso de los generales que han participado en el golpe, cambios en los gobiernos de las diputaciones, cambio de embajadores y gobernadores civiles, convocatoria de elecciones a cortes constituyentes, libertad de prensa, tolerancia religiosa…

El punto principal fue la elaboración de una nueva Constitución que, al final, no fue promulgada (non-nata) debido a las largas discusiones y a los diversos sucesos políticos acontecidos.

El deseo de reformar la Constitución de 1845 ya había surgido cuando apenas habían transcurrido dos años desde su promulgación. Ese deseo se concretó ahora en el nuevo Proyecto de Constitución. El texto refleja más genuinamente que ningún otro documento el ideario del partido progresista. Reúne todos sus dogmas: la soberanía nacional, el establecimiento de limitaciones al poder de la Corona, una prensa sometida al juicio de un jurado, la vuelta de la Milicia Nacional eliminada por los moderados, los alcaldes elegidos por los vecinos y no designados por el poder central, un Senado elegido por los votantes y no por designación de la Corona, autonomía de las Cortes y primacía de éstas sobre el Senado en el momento de la decisión sobre los presupuestos anuales, y tolerancia religiosa.

La política económica tuvo como eje principal la desamortización y una serie de leyes económicas para atraer capitales extranjeros, relanzar la actividad crediticia de los bancos y fomentar el ferrocarril, símbolo de la industrialización y el progreso: Ley de Ferrocarriles de 1855, Ley Bancaria de 1856 y creación del Banco de España en ese mismo año. 

b) La desamortización de Madoz de 1855. 

El 1 de mayo de 1855, el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, también progresista y amigo de Mendizábal, sacó a la luz su Ley de Desamortización General. Se llamaba "general" porque se ponían en venta todos los bienes de propiedad colectiva: los de los eclesiásticos que no habían sido vendidos en la etapa anterior y los de los pueblos -se llamaban bienes de propios aquellos que proporcionaban, por estar arrendados, una renta al Concejo, en tanto que los comunes no proporcionaban renta y eran utilizados por los vecinos del lugar-. La desamortización de bienes de propios y comunes se prolongó hasta 1924. 

El procedimiento utilizado para las ventas fue una copia del de Mendizábal; sin embargo, había dos diferencias claras. Una se refería al destino del dinero obtenido: sin las anteriores angustias de Hacienda, fue dedicado a la industrialización del país o, mejor y de modo más concreto, a la expansión del ferrocarril. La otra diferencia estaba en la propiedad de dicho dinero: el Estado no era el propietario, sino los ayuntamientos. Aquel percibiría el importe de las ventas en nombre de estos y lo transformaría en lo que hoy podrían ser bonos del Estado, lo cual significaba que este se convertía en "custodio" de los fondos de os ayuntamientos, utilizándolos para el bien de todos. En este proceso, la burguesía con dinero fue de nuevo la gran beneficiaria, aunque la participación de los pequeños propietarios de los pueblos fue mucho más elevada que en el anterior de Mendizábal.

Un hecho importante es que la enajenación de propiedades municipales trajo consigo el empeoramiento de las condiciones de vida del pequeño campesinado, privado del uso y disfrute de los antiguos bienes del Concejo. 

c) Las nuevas corrientes políticas. 

En este sentido, la preocupación por liberalizar los derechos individuales y el mecanismo electoral, ensanchando así la base de los votantes, facilitó que salieran a la luz corrientes políticas que habían sido reprimidas durante el régimen anterior. A la izquierda del progresismo se consolidaron las opciones demócrata y republicana; ésta recogía, a su vez, corrientes como el socialismo y el federalismo.

Es en estas fechas cuando se crea la Unión Liberal, el partido de O´Donnell, de ideología centrista, acogía a la facción más progresista de los moderados y a la más moderada de los progresistas, aunque gobernará con los progresistas, el gran momento de este partido le vendrá en la siguiente etapa.

Los orígenes del llamado Partido Demócrata se remontan a la regencia de Espartero. Hacia 1840, la opinión democrática y republicana se extendía en círculos reducidos del progresismo. De entre los progresistas surgieron muy pronto tendencias avanzadas preocupadas por "la cuestión social", que se difundía por medio de periódicos como La Fraternidad, La Reforma Económica o El Republicano.

En cuanto al movimiento obrero en España, sus orígenes se sitúan en 1840, cuando surgen las primeras organizaciones de trabajadores en Cataluña. El tejedor Juan Muns lideraba la Asociación Mutua de Obreros de la Industria Algodonera, que promovió las primeras huelgas por mejoras salariales. Durante la década moderada, el movimiento obrero se debatió entre la prohibición y algún momento de tolerancia. Con el bienio progresista crecieron las esperanzas de reconocimiento y libertad de asociación y el incipiente movimiento obrero ensayó sus primeras fórmulas de acción, incluida la huelga general.

A la vez, el carlismo volvió a dar señales de vida, promoviendo partidas armadas en el campo.

En definitiva, durante estos dos años, los gobiernos progresistas se vieran continuamente hostigados en las sesiones de las Cortes y en los medios de comunicación por la derecha, decidida a poner todo tipo de impedimentos al régimen, y por la izquierda radical, que luchaba denodadamente para que no se perdiera la oportunidad de realizar reformas democráticas. Las acciones reivindicativas de obreros y campesinos y los intentos políticos de signo revolucionario para acabar con los gobiernos fueron constantes. La inseguridad en la calle y la conflictividad aumentaron. Con estos ingredientes, una nueva crisis estaba servida. 

2. El retorno al moderantismo (1856-1868). 

La crisis se produjo, por fin, en julio de 1856: ante la inestabilidad existente, O'Donnell dio un auténtico golpe de Estado contra la mayoría parlamentaria y desplazó del poder al general Espartero y al partido progresista. De este modo, el bienio progresista acabó como había comenzado, es decir, a tiros y con derramamiento de sangre en las calles de Madrid durante los días 15 y 16 de ese mes de julio.

O´Donnell asumió la presidencia del Gobierno con el respaldo de su partido, la Unión Liberal, y presentó los objetivos principales de su política: consolidación de la monarquía constitucional; respeto a "los legítimos derechos y legítimas libertades"; restablecimiento del orden público, y conciliación de las dos grandes tendencias, la moderada y la progresista. 

a) La política de la Unión Liberal. 

El general Leopoldo O´Donnell intentaba en 1856 establecer un liberalismo “centrista”. Disolvió las Cortes antes de que pudieran aprobar la Constitución de 1856, y eliminó toda la obra legislativa del bienio progresista. Repuso la Constitución de 1845 con un Acta Adicional que reconocía algunos principios progresistas, suprimió la Milicia Nacional y reorganizó los ayuntamientos. Este gobierno de la Unión Liberal, sin embargo, fue breve. Retornó Narváez al gobierno con la supresión del Acta Adicional, la interrupción de la desamortización y rodeándose de los elementos más conservadores del moderantismo, los llamados "neocatólicos". La reina no ocultaba su simpatía por el partido moderado.

Una nueva oportunidad para la Unión Liberal fue el periodo conocido como el Gobierno Largo entre junio de 1858 y marzo de 1863. Fueron años de expansión económica en los que España se incorporó al lado de Francia a la carrera por reconstruir un imperio colonial. La guerra de Marruecos (1859 -1861), con escasos logros territoriales pero de notable exaltación "patriótica", junto con sendas expediciones a México e Indochina, dieron cierto prestigio al Gobierno. En estas aventuras adquirió un gran reconocimiento el general Prim, que ante el ejército había demostrado ya suficientemente sus dotes militares: había sido héroe en Castillejos (Marruecos), en 1859, y antes, observador de guerra en Crimea, gobernador en Puerto Rico y enviado a México para ayudar a los franceses en su intento de derrocar a Juárez.

El general Prim lideró a los progresistas. Nacido en Cataluña, fue un liberal puro que defendió siempre los ideales de la libertad, de una monarquía constitucional, de las carreras abiertas al talento y de la economía del librecambio, y odió cualquier idea que oliera a desorden y socialismo. Si a partir de 1863 empezó a conspirar para derribar a Isabel II y su camarilla de la corte, fue porque aquella supeditó siempre sus deberes de reina constitucional a sus escrúpulos de católica conservadora.

En 1864 volvió Narváez al Gobierno y, con él, una política conservadora y de represión de las libertades públicas. 

b) La crisis de 1866 y el agotamiento del régimen isabelino. 

En la crisis final del reinado de Isabel II actuaron como factores estructurales la imposibilidad del moderantismo de responder a las demandas sociales y de participación política de los ciudadanos, el descrédito de Isabel II, y, por último, el malestar social generado por una seria crisis financiera y de subsistencias en 1866. A ello se unieron dos acontecimientos desencadenantes: la expulsión de sus cátedras de Julián Sanz del Río y de Emilio Castelar, con la consiguiente manifestación estudiantil ahogada en sangre el l0 de abril de 1865 -La noche de San Daniel-, y la organización de un complot militar liderado por Prim que, si bien fracasó, alentó la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil, intentona en la que fueron fusilados 68 de los participantes y que conmovió a la opinión pública.

Las dificultades financieras afectaron a toda la burguesía de los negocios, que era, precisamente, la que en 1833 había optado por defender con su dinero el trono de Isabel II frente a las pretensiones de los carlistas.

Prim pactó en Ostende una alianza con el partido demócrata, que se había escindido del progresista, sobre dos bases: la destrucción de todo lo existente, políticamente hablando, y la construcción de un orden nuevo por medio de unas Cortes Constituyentes -que dieran una Constitución- elegidas por sufragio universal.

En septiembre de 1868 se produjo, por fin, una sublevación triunfante que provocó la caída de la dinastía borbónica y la esperanza de un régimen democrático para España.