UD 10- LA PRIMERA RESTAURACIÓN (1875-1902)

LA PRIMERA RESTAURACIÓN (1875-1902) 

INTRODUCCIÓN. 

El tema que vamos a tratar abarca desde la caída de la I República hasta la proclamación de Alfonso XIII como rey en 1902. La restauración de la monarquía en la persona de Alfonso XII supone una etapa de estabilidad que durará hasta finales del siglo XIX. Esa estabilidad estará propiciada por la Constitución de 1876, el sistema bipartidista creado por Canovas, y una cierta prosperidad económica. Pero estos logros no ocultan grandes defectos del sistema: fraude electoral y caciquismo que deja a las masas fuera del sistema, marginación de los partidos que están fuera del sistema (republicanos, movimientos obreros, nacionalismos…). A la vez, afloran en las regiones periféricas los primeros movimientos regionalistas y nacionalistas que aspiran a conseguir un cierto grado de autonomía en un estado fuertemente centralizado.



Pero el gran mazazo para el sistema será la crisis del 98, año en el que se pierden las últimas colonias, a partir de ahí España se replantea la razón de su ser y las medidas a llevar a cabo para su modernización. El sistema político de la Restauración, que más o menos ha funcionado en el XIX, se continúa en el XX, pero ya está obsoleto y acabará saltando por los aires en los años treinta con la caída de Alfonso XIII y la proclamación de la II República en 1931. 

I. FUNCIONAMIENTO DEL RÉGIMEN RESTAURADO. 

La revolución de 1868 constituyó un gran fracaso. No creó una forma estable de monarquía; ni solucionó el problema social, que originó un movimiento por vez primera organizado. A esto se añadió el divorcio de la masa popular con respecto de las clases dirigentes del país. Así comenzó el periodo llamado de la Restauración. Por restaurar se entendía estrictamente restablecer la dinastía borbónica y crear las condiciones necesarias para mantenerla; lo cual suponía la vuelta al más puro moderantismo liberal. 

1. El retorno de la dinastía borbónica. 

Tras el golpe del general Pavía (3 de enero de 1874), el general Serrano encabezó el gobierno y dedicó todos sus esfuerzos a poner término a la guerra carlista. Los oficiales alfonsinos adquirieron mayor protagonismo, al tiempo que la burguesía catalana y los círculos ligados al negocio con las últimas colonias constituyeron un grupo de presión que preconizaba la restauración de la dinastía borbónica como sinónimo de estabilidad.

El 1 de diciembre el príncipe Alfonso, con motivo de su decimoséptimo cumpleaños, dirigió desde la academia militar de Sandhurst (Inglaterra) un Manifiesto a la nación, redactado por Cánovas, en el que afirmaba que la única solución para los problemas de España, "desde las clases obreras hasta las más elevadas", residía en el restablecimiento de la monarquía tradicional. Aunque Cánovas del Castillo, líder indiscutible de esta opción no era partidario de nuevos pronunciamientos, el 29 de diciembre de 1874 el general Martínez Campos proclamó en Sagunto ante una brigada de soldados a Alfonso XII como rey de España, y obtuvo inmediatamente la adhesión de la mayor parte del ejército. Cánovas apelaba a la burguesía que había apoyado a Isabel II a que de nuevo sostuviera el trono de Alfonso XII. Así comenzó el periodo llamado de la Restauración, que pretendía r establecer el régimen liberal moderado anterior a 1868. 

2. Las primeras medidas de Cánovas del Castillo. 

Para lograr esto, a lo largo de 1874 Cánovas se dedicó a intentar alcanzar una conciliación general entre todos los monárquicos -desde los moderados y unionistas hasta los progresistas del sexenio- alrededor del futuro rey Alfonso XII. Al fin, el rey entró en Madrid el 14 de enero de 1875 como un "procurador de la convivencia entre todos". 

a) Primeras medidas del nuevo régimen y búsqueda de apoyos. 

Había que convocar Cortes, que elaboraran la Constitución de la Restauración, por sufragio universal, según las últimas disposiciones vigentes de 1872. Fueron convocadas por un gobierno conservador, se caracterizaron por una gran abstención y por el triunfo gubernamental. Durante 1875 las primeras medidas del nuevo régimen consistieron en: lograr el apoyo de la Iglesia, que se hallaba distante por los ataques recibidos durante el periodo revolucionario; suspender los periódicos de la oposición que habían florecido en los años anteriores; establecer tribunales especiales para los delitos de imprenta; otorgar a la Iglesia la potestad de juzgar muchos escritos; conseguir el apoyo del Ejército reincorporando a los mandos que  habían sido eliminados por el sexenio; renovar los cargos de las Diputaciones provinciales y Ayuntamientos. Y, para evitar futuros pronunciamientos militares, que podían romper la convivencia que defendía Cánovas,el rey no sería en adelante solamente la clave del mecanismo político-constitucional, sino también un efectivo jefe supremo del Ejército, en contraste con los tiempos de su madre Isabel II, con lo que quedaba asegurada la sumisión de los altos mandos militares.

Canovas tenía en su mente la idea de crear dos partidos siguiendo el sistema parlamentario inglés respetuosos de la Constitución para acoger la disparidad de criterios y poder turnarse en el Gobierno. Serían unos grandes partidos, pero nada tendrían que ver con los partidos de masas, puesto que la ley electoral de 1878 restableció el sufragio censitario que dejaba la participación ciudadana reducida a no más de un 5 por 100 de la población. 

b) El centralismo administrativo. 

El centralismo, con eje en Madrid, se hizo patente en la reorganización de las Diputaciones Provinciales y Ayuntamientos. Se restringió la participación ciudadana en las elecciones de los cargos, dejándose estas a los propietarios; se determinó que en las poblaciones de más de 30.000 habitantes (casi todas las capitales de provincias y algunas otras ciudades) los alcaldes serían nombrados por el rey, lo que equivalía a ser designados por el Gobierno, y que los presupuestos provinciales y municipales deberían ser aprobados por este.

En línea con ese centralismo encontramos el recorte de los Fueros de las Provincias Vascas por una ley de julio de 1876, aprovechando el final de la tercera guerra carlista. 

3. La Constitución de 1876. 

Antes de que comenzaran los debates, Cánovas consideró fundamental establecer unas premisas para poder colocar a la monarquía por encima de los partidos políticos y para que quedara  fuera  de  futuros  posibles  debates sobre su validez y poderes; apeló para ello a la existencia   previa   de   una   constitución interna que determinaba la existencia de unas instituciones   fundamentales   -Monarquía   y Cortes- que eran anteriores y superiores a todo texto escrito. Aceptados estos supuestos por el Congreso, que fueron la piedra angular para la construcción de la Constitución ("La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey"), los artículos de la misma fueron aprobados en breve tiempo y con pocos debates, si se exceptúan los llevados a cabo en torno a la cuestión religiosa. El Congreso se dividió entre los defensores de la unidad católica y los de la tolerancia dentro de la línea de la Constitución de 1869; al final se llegó a una fórmula intermedia: la Constitución estableció un Estado confesional, aunque permitió el ejercicio privado de otras religiones.

La breve Constitución de 1876, de solo ochenta y nueve artículos, otorgaba al monarca la facultad de nombrar al jefe de gobierno, cargo que aparece por primera vez de forma totalmente definida. Se suspenden la mayoría de derechos individuales reconocidos por la Constitución de 1869. En cuanto a las cámaras, establece un Parlamento bicameral. El Senado, como de costumbre es el órgano más conflictivo en cuanto a su composición. Los senadores podrán ser: por derecho propio (descendientes del rey, Grandes de España, por cargos civiles o militares), vitalicios (de nombramiento regio) y electivos por vía censitaria, elegidos entre los mayores contribuyentes del grupo formado en gran parte por senadores por derecho propio y vitalicios. El Congreso, tiene cinco años de mandato. No se llegaban a cumplir por las constantes disoluciones de las Cortes.

Fue promulgada el 30 de junio de 1876 e iba a permanecer en vigor hasta 1931.

Aunque es de carácter moderado, es lo suficientemente elástica como para ser aceptada por los progresistas. Las Cortes no van a ser las que decidan y juzguen, eso está en manos del Gobierno. La alternancia en el poder la convierte en un sistema vacío, carente del contenido que las demás habían tenido. 

4. El sistema político oficial: bipartidismo y turnismo. 

El sistema político de la Restauración se basaba en la existencia de dos grandes partidos, el conservador y el liberal, que coincidían ideológicamente en lo fundamental, pero asumían de manera consensuada dos papeles complementarios.

Ambos partidos, el conservador y el liberal, defendían la monarquía, la Constitución, la propiedad privada y la consolidación del Estado liberal, unitario y centralista. Ambos eran partidos de minorías, de notables, que contaban con periódicos, centros y comités distribuidos por el territorio español. La extracción social de las fuerzas de ambos partidos era bastante homogénea y se nutría básicamente de las élites económicas y de la clase media acomodada, aunque era mayor el número de terratenientes entre los conservadores y el de profesionales entre los liberales.

El Partido Liberal-Conservador (Partido Conservador) se organizó alrededor de su líder, Antonio Cánovas del Castillo, y aglutinó a los sectores más conservadores y tradicionales de la sociedad (a excepción de los carlistas y los integristas más radicales). El Partido Liberal-Fusionista (Partido Liberal) tenía como principal dirigente a Práxedes Mateo Sagasta y reunió a antiguos progresistas, unionistas y algunos ex republicanos moderados.

En cuanto a su actuación política, las diferencias entre los partidos eran mínimas. Los conservadores se mostraban más proclives al inmovilismo político y a la defensa de la Iglesia y del orden social, mientras los liberales estaban más inclinados a un reformismo de carácter más progresista y laico. Pero, en la práctica, la actuación de ambos partidos en el poder no difería mucho, al existir un acuerdo tácito de no promulgar nunca una ley que forzase al otro partido a derogarla cuando regresase al gobierno.

Para el ejercicio del gobierno se contemplaba el turno pacífico o alternancia regular en el poder entre las dos grandes opciones dinásticas, cuyo objeto era asegurar la estabilidad institucional mediante la participación en el poder de las dos familias del liberalismo. El turno en el poder quedaba garantizado porque el sistema electoral invertía los términos propios del sistema parlamentario, en el que la fuerza mayoritaria en un proceso electoral recibe del monarca el encargo de gobernar. De este modo, cuando el partido en el gobierno sufría un proceso de desgaste político y perdía la confianza de las Cortes, el monarca llamaba al jefe del partido de la oposición a formar gobierno. Entonces, el nuevo jefe de gabinete convocaba elecciones con el objetivo de construirse una mayoría parlamentaria suficiente para ejercer el poder de manera estable. El fraude en los resultados y los mecanismos caciquiles aseguraban que estas elecciones fuesen siempre favorables al gobierno que las convocaba. 

5. El sistema político real: caciquismo y fraude electoral. 

La alternancia en el gobierno fue posible gracias a un sistema electoral corrupto y manipulador que no dudaba en comprar votos, falsificar actas y medidas de presión sobre el electorado, valiéndose de la influencia y del poder económico de determinados individuos sobre la sociedad (caciquismo). La adulteración del voto se logró mediante el restablecimiento del sufragio censitario, el trato más favorable a los distritos rurales frente a los urbanos y, sobre todo, por la manipulación y las trampas electorales que se generalizaron a partir de 1890 con la reintroducción del sufragio universal masculino. 

El control del proceso electoral se ejercía a partir de varias instituciones: el ministro de la Gobernación, los alcaldes y los caciques locales. Este ministro era, de hecho, quien elaboraba la lista de los candidatos que deberían ser elegidos (encasillados). Los gobernadores civiles transmitían la lista de los candidatos "ministeriales" a los alcaldes y caciques y todo el aparato administrativo se ponía a su servicio para garantizar su elección.

Todo un conjunto de trampas electorales ayudaba a conseguir este objetivo: es lo que se conoce como el pucherazo, es decir, la sistemática adulteración de los resultados electorales. Así, para conseguir la elección del candidato gubernamental, no se dudaba en falsificar el censo (incluyendo a personas muertas o impidiendo votar a las vivas), manipular las actas electorales, ejercer la compra de votos y amenazar al electorado con coacciones de todo tipo (impedir la propaganda de la oposición e intimidar a sus simpatizantes o no dejar actuar a los interventores, etc.).

Pero en todo el proceso era fundamental la  figura  del  cacique, término  que  procede  de América y que significaba algo así como jefe de indios. Los caciques eran individuos o familias que, por  su  poder  económico  o  por  sus  influencias políticas, controlaban una determinada  circunscripción  electoral.  El  caciquismo  era  más evidente  en  las  zonas  rurales,  donde  una  buena parte de la población estaba supeditada a los inter eses de los caciques, quienes, gracias al control de los ayuntamientos, hacían informes y certificados personales, controlaban el sorteo de las quintas, proponían el reparto de las contribuciones, podían resolver o complicar los trámites burocráticos y administrativos y proporcionaban puestos de trabajo. Así, los caciques se permitieron ejercer actividades discriminatorias y con sus "favores" agradecían la fidelidad electoral y el respeto a sus intereses.

Todas estas prácticas fraudulentas se apoyaban en la abstención de una buena parte de la población, cuya apatía electoral se explica tanto por no sentirse representada como por el desencanto de las fuerzas de la oposición en partic ipar en el proceso electoral. En general, la participación electoral no superó el 20% en casi to do el período de la Restauración. 

II. LA OPOSICIÓN POLÍTICA AL RÉGIMEN DE LA RESTAURACIÓN (1874-1902).

1. El carlismo. 

Pese a la derrota de 1876, seguía teniendo el carlismo el apoyo de un importante sector de la opinión pública española, aunque esa fecha marca el paso de una etapa de confrontación armada a una de lucha política. Los carlistas tenían una notable implantación en algunas regiones, sobre todo en Navarra, en zonas del País Vasco, en la Cataluña interior y en algunas zonas dispersas repartidas por toda la Península. En 1888 el carlismo se dividió: un grupo de carlistas formó el Partido Integrista, dirigido por Cándido Nocedal y caracterizado por su ultracatolicismo y tradicionalismo. El sector más socialista dio lugar a las Juntas Tradicionalistas verdaderos órganos de coordinación y propaganda en las provincias y localidades. 

2. El surgimiento de los nacionalismos periféricos. 

El liberalismo en España se había forjado en el contexto de la primera guerra carlista, y se caracterizaba por el dominio de la alta burguesía, es decir de un grupo reducido y muy conservador. Estas elites "respetables" crearon en provecho propio un régimen político y un modelo de Estado, a imitación del francés, uniformista, que daba por supuesta la "unidad nacional". La nueva organización centralista del Estado, con la división territorial basada en las provincias, pretendió desconocer las realidades comunitarias existentes y disolverlas en un proceso de integración común.

La confluencia de los particularismos regionales, el espíritu romántico y el renacimiento cultural que los acompañó permitieron la manifestación espontánea de una diversidad regional o nacional que se hizo especialmente evidente en Cataluña y en el País Vasco, precisamente las regiones con más independencia económica.

Siempre se ha afirmado que el movimiento regionalista y nacionalista inicialmente fue burgués. Sin embargo, es preciso puntualizar de qué burguesía se trataba. La gran burguesía industrial y financiera en la vida política de la Restauración, aunque de distintas regiones (Cataluña, País Vasco o Castilla), estuvo plenamente vinculada a los intereses de la política oficial y colaboró con su poder económico en hacer o deshacer gobiernos. Colaboraban con el gobierno de Madrid y devolvió el favor otorgando un proteccionismo especial a sus negocios. 

Los  regionalismos  periféricos  fueron  originariamente  manifestaciones  de  las  medianas y pequeñas burguesías, más que de las altas, que intentaban recuperar su identidad nacional a través de la defensa de sus históricas peculiaridades forales frente al unificador Estado liberal. A medida que el fenómeno fue ampliando sus bases y haciéndose interclasista, es innegable que a él también se adhirieron las burguesías dirigentes, y lo supieron esgrimir como arma política frente a Madrid para obtener determinadas ventajas, especialmente en el terreno económico. 

a) El nacionalismo catalán (catalanismo). 

Hacia 1830, dentro del contexto cultural del Romanticismo y en el marco de un Estado liberal español surgió en Cataluña un amplio movimiento cultural y literario, conocido como la Renaixença. Su finalidad era la recuperación de la lengua y de las señas de identidad de la cultura catalana, pero carecía de aspiraciones y de proyectos políticos, siendo sus objetivos puramente culturales.

Los primeros movimientos prenacionalistas de carácter político los encontramos en el carlismo y su pretensión de recuperar los fueros, y en el federalismo de la mano de Pi i Margall. Los dos movimientos, por la situación del momento, fracasaron.

Las primeras formulaciones catalanistas con un contenido político vinieron de la mano de Valentí Almirall, un republicano federal decepcionado, que fundó el Centre Català (1882), organización de carácter progresista que pretendía sensibilizar la opinión pública catalana para conseguir la autonomía y que en 1885 impulsó la redacción de un Memorial de Agravios que denunciaba la opresión de Cataluña y reclamaba la armonía entre los intereses y las aspiraciones de las diferentes regiones españolas. Era un programa regionalista que mantenía, al mismo tiempo, la fidelidad a la monarquía y la búsqueda de una amplia autonomía, en la línea de la aceptada por el emperador de Austria respecto a Hungría en 1867. Almirall en su obra Lo catalanisme defendía la necesidad de respetar y fomentar la "manera de ser y las costumbres tradicionales" de las comarcas forales y reivindicaba las divisiones "naturales" frente a las provincias "artificiales" surgidas del unitarismo liberal. Asimismo, daba el paso decisivo al señalar: "Nuestro objetivo es que Cataluña recobre su personalidad por el camino del particularismo".

La versión conservadora del catalanismo llegó con la creación de la Unió Catalanista (1891). Su programa quedó fijado en las Bases de Manresa en 1892, que defendía una organización confederal de España y la soberanía de Cataluña en política interior.

El impacto de la crisis del 98 fue decisivo para la maduración y expansión social del catalanismo. Las pérdidas económicas tras el desastre del 98 empujó a la alta burguesía hacia el nuevo movimiento, esto cuajó en la creación en 1901 de un nuevo partido, la Lliga Regionalista, que contó entre sus principales líderes a Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó . La Lliga presentaba un programa político conservador, centrado en la lucha contra el corrupto e ineficaz sistema de Restauración y a favor de un reformismo político que otorgase la autonomía a Cataluña. Sus éxitos electorales en Barcelona a partir de 1901 la convirtieron en la fuerza mayoritaria en Cataluña hasta 1923. 

b) El nacionalismo vasco. 

El nacionalismo del País Vasco, aunque surgió en un clima compartido de defensa de los fueros, tuvo peculiaridades distintas del catalán y, desde luego, no se formó desde una burguesía supuestamente moderna. La ley que recortaba sus fueros históricos, en 1876, aportó dos tipos de reacciones y filosofías que iban a entrar en el siglo XX: la de los que, transigiendo, supieron rentabilizar perfectamente la situación para transformar la pérdida en conciertos económicos con Madrid en provecho propio, y la de los que, apelando al tradicionalismo, defendieron la recuperación íntegra de los fueros.

Estos últimos no eran los burgueses industriales transigentes, sino los perdedores de la guerra carlista. Eran los que se aferraban a un País Vasco tradicionalmente agrario, contrario al fenómeno urbano y su industria, para quienes la defensa de los fueros totales equivalía a defender la esencia de "lo vasco".

Historiadores e ideólogos afines llevaron a cabo un a idealización del pasado y añoraban la pérdida de la "edad dorada". La industrialización y la masiva llegada de inmigrantes eran señaladas como enemigas de la sociedad tradicional vasca, junto con el gobierno liberal español que había recortado sus fueros.

El propulsor del nacionalismo vasco, Sabina Arana, desde una perspectiva fuerista tradicional, se limitó en los años noventa a recoger y dar coherencia a estas ideas que flotaban en la sociedad, y las depuró: para un pueblo "diferente" -de raza y, sobre todo, lengua distintas-recuperar los fueros totales era recuperar la plena soberanía, la cual significaba independencia. Alcanzarla no era sino volver a la libertad originaria, a la esencia histórica del pueblo vasco, a la Ley Vieja. El lema nacionalista vasco era Dios y Ley Vieja, o sea, fueros y tradiciones.

El 31 de julio de 1895 se fundó el Partido Nacionalista Vasco con una solemne declaración antiespañola y con una voluntad de restaurar en el territorio el orden jurídico tradicional. Pero el partido no fue capaz de conseguir nada mientras se mantuvo en la órbita de los primeros seguidores de Arana -la pequeña burguesía bilbaína tradicionalista-, por lo que se vio obligado a ampliar sus bases hacia una burguesía más moderna e industrial. Fue entonces cuando apareció la tensión interna entre los defensores de la independencia y los que buscaban, como objetivo más viable y práctico, la autonomía dentro del Estado español.

Estos últimos, urbanos, industriales y con dinero imprescindible para el partido, se impusieron en el control del PNV y entraron en una línea autonomista "catalana", copiando la idea de "rehacer España" desde, en este caso, el País Vasco.

De este modo, y con la mezcla de ambas posturas -las ideas de los de la "primera hora" y las de "los de después"-, el partido encontró un relativo equilibrio que iba a permanecer durante décadas: entre una dirección que presionaba a los gobiernos centrales, con el argumento de la radicalidad de las bases que lo sustentaban, y unas bases independentistas que aceptaban la política moderada de su dirección ante Madrid como una vía gradual que podía acabar en la independencia. 

c) Otras manifestaciones regionalistas y nacionalistas. 

El nacionalismo gallego finisecular muestra unas diferencias específicas con respecto al catalán o al vasco. Por una parte, fracasó en su intento de construir una fuerza política galleguista homogénea, pero, por otra, edificó una ideología diferencialista que, superando los niveles políticos regionalistas, teorizó con radicalidad sobre la naturaleza nacional de Galicia - territorio, raza, lengua, historia y conciencia nacional-; de forma que los planteamientos de sus principales ideólogos -Manuel Murguía, Alfredo Brañas o Aureliano Pereira- serán recogidos sin alteraciones sustanciales por los pensadores nacionalistas del siglo XX. Con todo, este galleguismo no pretendía alcanzar un Estado independiente, ni siquiera un federalismo, sino un modelo jurídico-político de descentralización designado con el término de autonomía.

El regionalismo andaluz comenzó a caminar a partir de los movimientos cantonalistas de 1873. Para Blas Infante esta fecha fue fundamental para la formación de la conciencia andaluza en el marco de una República Federal. El primer acto andalucista clave fue en Antequera en 1883 -décimo aniversario de la República-, donde se proclamó la Constitución Federalista Andaluza y se solicitó expresamente una "Andalucía soberana y autónoma". Sin embargo, no se alcanzó la consolidación de un partido andalucista burgués, posiblemente por la vinculación de la propia burguesía andaluza con el poder central o por la derivación del movimiento obrero andaluz hacia el anarquismo, contrario a todo pacto con la burguesía. 

3. Los partidos republicanos. 

Si algo caracteriza al republicanismo español tras la experiencia del Sexenio es la desunión, por lo menos tres corrientes republicanas podemos distinguir: 

a) El Partido Posibilista o republicano histórico. Es el más moderado, su líder era Emilio Castelar. Su base social era la burguesía y las clases medias urbanas, acabará integrándose en el Partido Liberal de Sagasta. 

b) El Partido Centralista de Ruiz Zorrilla y Salmeron, mantuvo su republicanismo más radical, apoyando, incluso, motines y levantamientos a favor de la República. 

c) El Partido Federal de Pi i Margall fue el mejor definido, el más coherente con las ideas del Sexenio y el único que se mantuvo unido desde 1880 hasta 1931. De origen urbano y con implantación rural, defendían l a descentralización y el anticlericalismo.

Aunque eran corrientes minoritarias, su papel social era más importante que sus resultados electorales, esto se explica, en parte, por el degradado sistema electoral de la Restauración. 

4. El movimiento obrero. 

Mientras el republicanismo ejerció una oposición exclusivamente política al régimen de la Restauración, el movimiento obrero -entendido como la actividad política y social de los obreros y campesinos para mejorar su situación y defender sus derechos- se opuso frontalmente a todo el sistema.

El movimiento obrero en España adquirió madurez y extensión organizativa a partir del sexenio democrático. Las dos corrientes de la Internacional (asociación internacional de movimientos obreros con dos tendencias mayoritarias: marxistas y anarquistas) encontraron eco en España; pero fue sobre todo la anarquista, por medio de la visita que Giuseppe Fanelli, discípulo de Bakunin, realizó a España, la que adquirió mayor predicamento. Creó en Madrid y Barcelona la sección española de la AIT (Federación Regional Española), en 1870. La corriente marxista se aglutinó en torno a un núcleo madrileño que entró en contacto con Paul Lafargue, yerno de Marx, en 1871.

A los pocos días del golpe de Estado del general Pavía -3 de enero de 1874- un decreto disolvía las asociaciones dependientes de la Asociación Internacional de Trabajadores y las obligaba a entrar en la clandestinidad. 

a) Los anarquistas. 

En un congreso de las organizaciones afiliadas a la Internacional celebrado en Zaragoza en 1872, la mayor parte de los congresistas habían optado por la línea anarquista. En esta opción, que significaba la separación del mundo obrero de la política oficial, no cabe duda que influyó la deslealtad de los políticos para cumplir las promesas de mejora social hechas en la revolución de 1868, y en especial la esperada abolición de las quintas, lo que contribuyó a empujar al obrerismo a un odio contra el Estado, de cualquier signo, y a la desconfianza en todo tipo de acción política reformista.

El área geográfica de este anarquismo coincidía en general con la del movimiento cantonal de 1873, esto es, el tercio mediterráneo de la Península, desde los Pirineos al Guadalquivir, y en especial Barcelona, Zaragoza y las provincias de la Baja Andalucía.

En 1874 la comisión federal anarquista, ante la represión que había seguido al citado decreto de enero, preparó su vida en la clandestinidad y para ello incluyó la posibilidad de organizar una inminente acción revolucionaria para liquidar el Estado, dejando para un segundo momento el desarrollo de un régimen social en el que el libre acuerdo de los productores, estableciendo individual o colectivamente sus relaciones recíprocas, haría inútil el Estado. Este fue su planteamiento dominante hasta 1881, cuando Sagasta hizo que el anarquismo retornara a la legalidad. Las nuevas circunstancias trajeron una recomposición de las geográficamente dispersas organizaciones para afrontar la nueva realidad, y el resultado fue la Federación de Trabajadores de la Región Española y la incorporación en masa de nuevos afiliados que ya podían inscribirse en una organización legal.

Los componentes de la comisión nacional de esta Federación, cinco miembros catalanes urbanos e industriales, optaron por abandonar la idea de la destrucción del Estado y organizar una resistencia solidaria y pacífica, por lo que inmediatamente se vieron enfrentados al sector andaluz, mayoritariamente campesino, partidario de la violencia como única vía eficaz de cambio.

El método llevó a la ruptura de ambos grupos, porque la eficacia de la huelga general y solidaria, defendida por los sectores industriales de Barcelona y Madrid, resultaba ineficaz en el campo andaluz a causa de la dispersión campesina y de la imposibilidad de sostener una organización. Por todo ello, los anarquistas andaluces se agruparon en sociedades secretas y decidieron actuar como grupos subversivos. Así surgió la Mano Negra, una especie de organización secreta que, acusada de unos asesinatos, llevó a la detención de cientos de personas en Jerez, Cádiz y Sevilla. La Guardia Civil dijo contar con documentos de esta sociedad que demostraban que estaba interesada en derribar el Gobierno, destruir el Estado y exterminar a las clases acomodadas, y la imaginación popular se encargó de añadir todo lo demás, o sea, de convertirla en prototipo de "organización terrorista secreta".

Esta campaña general orquestada desde el Gobierno permitió atribuir al anarquismo andaluz toda clase de crímenes y ampliar la culpa a los componentes de la Federación de Trabajadores de la Región Española, puesto que, se decía, la "Mano Negra" dependía de ella. La represión gubernamental consiguiente y, sobre todo, las luchas internas debilitaron la organización, de forma que a finales de siglo XIX e l movimiento obrero anarquista español, como el del resto de Europa, se encontraba sin salida y limitado a grupos terroristas incontrolados que llevaban a efecto "la propaganda por el hecho". En respuesta a tal situación, se iba a producir con el cambio de siglo una reforma doctrinal y práctica -anarcosindicalismo- por la que se dejaba de lado la acción revolucionaria p ara aceptar una acción colectiva encuadrando al proletariado en una organización sindical. 

b) Los marxistas o socialistas. 

La otra tendencia del movimiento obrero, la socialista, se limitaba en 1874 a unos reducidos núcleos de seguidores de las ideas de Marx, para quienes la Asociación de Arte de Imprimir servía de refugio.

En mayo de aquel año, Pablo Iglesias fue llamado a presidir la Asociación, que contaba con cerca de 250 miembros. En contacto con el socialismo francés se fueron aceptando y adaptando las formas de lucha de este.

Pablo Iglesias fue convenciendo a sus compañeros de la necesidad de pasar a la acción y formar un partido hasta que, el 2 de mayo de 1879, con ocasión de un banquete de fraternidad universal, celebrado en una fonda de la calle Tetuán de Madrid, decidieron constituir el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y, además, crear una comisión encargada de redactar el programa y el reglamento. En julio se celebró una Asamblea par a aprobar ese trabajo, que estaba directamente inspirado en los acuerdos de la Internacional. En su ideario destacan los objetivos marxistas: la conquista del poder político por la clase trabajadora, ya bien sea por la vía electoral (cosa improbable) o bien a través de la revolución obrera, tal y como había hecho la burguesía. En el siguiente paso, con los obreros en el poder, se establecería una dictadura del proletariado con el objetivo de desmontar el sistema capitalista y como paso previo hacia una sociedad sin clases sociales, sin explotadores y explotados, objetivo final del marxismo.

El socialismo iba a tener más peso en Extremadura y lo que actualmente es Castilla-La Mancha y especialmente en Madrid. Desde aquí se extendería a los núcleos mineros e industriales de la periferia asturiana, vizcaína y valenciana. Desde sus inicios quedó confirmado como un partido de clase, un partido exclusivamente obrero, que pretendía enfrentarse a los partidos burgueses en la lucha por el poder a través de las elecciones.

La salida de la clandestinidad de las asociaciones obreras en 1881 fue aprovechada para difundir ampliamente el programa. Fue interesante el año 1884 porque en él se publicó el valioso Informe de Jaime Vera, médico y amigo de Pablo Iglesias, en respuesta a la consulta realizada por la Comisión de Reformas Sociales, que acababa de ser creada por el Gobierno, a todas las organizaciones proletarias existentes para que expusieran su programa y objetivos.

La salida de El Socialista a la calle en 1886 como periódico oficial del partido fue de enorme importancia, porque durante muchos años iba a ser el único instrumento de interrelación entre los diversos grupos socialistas del país. Este periódico pasó muchas dificultades en su inicio debidas a la oposición de la prensa de los partidos oficiales y al desprecio de la fuerte prensa anarquista.

La crisis económica de 1887, que trajo consigo cierre de fábricas, incremento del paro, etc., llevó al Partido Socialista a crear una organización capaz de proceder de forma coordinada contra el capital. Y el resultado fue la fundación en agosto de 1888, en Barcelona, de la Unión General de Trabajadores (UGT), que vino seguida del I Congreso del PSOE en la misma ciudad, cuyo objetivo era perfilar la organización del partido.

El fin de la U.G.T. era puramente económico: la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, y los medios para obtener las reivindicaciones precisas serían la negociación, las demandas al poder político y la huelga. Con unos mismos planteamientos ideológicos, el partido sería el instrumento de la acción política y el sindicato (UGT) el instrumento de las exigencias laborales cotidianas.

A partir de 1891 el PSOE concentró sus esfuerzos en la política electoral y no admitió ninguna alianza con los partidos burgueses. Tras obtener escasos resultados, a principios del siglo XX se inició la colaboración con los republicanos. En 1910 se formó la conjunción republicano-socialista que produjo un importante crecimiento numérico en sus filas. 

III. CRISIS DEL 98: LIQUIDACIÓN DEL IMPERIO COLONIAL.

1. La guerra en Cuba y en Filipinas. 

Entre la Paz de Zanjón, con la que se había puesto fin a la Guerra de los Diez Años, y el inicio de la última guerra cubana, los gobiernos españoles tuvieron 17 años para introducir en la colonia algunas de las reformas defendidas por los autonomistas isleños. Pero la falta de un verdadero proceso descentralizador que dotase a la isla de órganos representativos, y la política fuertemente proteccionista con que se estrangulaba la economía cubana favorecieron el surgimiento de nuevas revueltas que condujeron a la independencia. 

a)  La política española en Cuba. 

El período más idóneo para hacer concesiones a las reivindicaciones cubanas fue el Gobierno largo de los liberales cuando el Partido Autonomista Cubano se mostraba decidido a apoyar un programa reformista propiciado por Madrid, que restase fuerza y apoyos sociales a los independentistas. Pero la única medida que se acabó aprobando fue la abolición definitiva de la esclavitud (1888) y que los cubanos tuvieran representación propia en las Cortes, ya que las propuestas de dotar a Cuba de autonomía y de un proyecto de reforma del estatuto colonial de Cuba planteado por el gabinete liberal (1893) fueron rechazadas por las Cortes.

Las     tensiones  entre  la  colonia  y  la metrópoli aumentaron a raíz de la oposición cubana a los fuertes aranceles proteccionistas que España imponía para dificultar el comercio con Estados Unidos, principal comprador de productos cubanos a finales del siglo XIX. La condición de Cuba como espacio reservado para los productos españoles se reforzó con el arancel de 1891, que daba lugar a un intercambio sumamente desigual, lo que provocó un gran malestar tanto en la isla como en Estados Unidos. El presidente norteamericano McKinley amenazó con c errar las puertas del mercado estadounidense a los principales productos cubanos (azúcar y tabaco) si el gobierno español no modificaba la política arancelaria de la isla. En el año 1894, EE UU adquiría el 88,1 % de las exportaciones cubanas, pero sólo se beneficiaba del 37% de sus importaciones. Al fundamentado temor existente en España a que se produjese una nueva insurrección independentista, se sumaba ahora el temor a que ésta pudiese contar con el apoyo de los Estados Unidos. 

b)  La guerra de Cuba y Filipinas. 

En el año 1892, José Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, protagonista de la revuelta independentista iniciada el 24 de febrero de 1895 (El grito de Baire). La insurrección comenzó en la parte oriental de la isla y entre sus dirigentes contó con Antonio Maceo y Máximo Gómez, que consiguieron extender la guerra a la parte occidental de la isla, tradicionalmente menos rebelde. El gobierno, presidido por Cánovas, respondió enviando un ejército a Cuba, al frente del cual se hallaba el general Martínez Campos, el militar considerado como el más adecuado para combinar la represión militar con la flexibilidad necesaria para llegar a acuerdos que pusiesen fin al levantamiento.

La falta de éxitos militares decidió el relevo de Martínez Campos por el general Valeriano Weyler, que llegó a la isla con la voluntad de emplear métodos más contundentes que acabasen con la insurrección por la fuerza. La ofensiva de Weyler fue acompañada de la  "concentración" de los campesinos en unas aldeas cerradas para aislarlos de las tropas insurrectas. Pero la dificultad de proveer de alimentos y de facilitar asistencia médica, tanto  al ejército como a los campesinos,  trajo consigo una elevada mortalidad entre  la  población  civil  y los soldados.  Además,  la guerra provocó  la destrucción de ingenios, de plantaciones y de numerosas vías férreas y la economía cubana se resintió notablemente.

Tras el asesinato de  Cánovas (agosto  1897)  un  nuevo gobierno  liberal  decidió,  a  la desesperada probar, la estrategia de la conciliación. Relevó a Weyler del mando y concedió a Cuba autonomía (noviembre de 1897), el sufragio universal, la igualdad de derechos entre insulares y peninsulares y la autonomía arancelaria. Pero las reformas llegaron demasiado tarde:  los independentistas, que contaban con el apoyo estadounidense, se negaron a aceptar el fin de las hostilidades, que fue unilateralmente declarado por el gobierno español.

Coincidiendo con la insurrección cubana, se produjo también la de Filipinas (1896-97). En este archipiélago, la presencia española era más débil que en las Antillas y se limitaba en buena medida a las órdenes religiosas, la explotación de algunos recursos naturales y su utilización como punto comercial con China. El levantamiento filipino fue también duramente reprimido y su principal dirigente, José Rizal, acabó siendo ejecutado mientras los insurrectos, que habían fundado un movimiento independentista llamado Katipunan, capitularon en poco tiempo. 

c) La intervención de Estados Unidos. 

En 1898, Estados Unidos se decidió a declarar la guerra a España. El pretexto fue el hundimiento, tras una explosión de uno de sus buques de guerra, el Maine, anclado en el puerto de La Habana. El 18 de abril, los americanos intervinieron en Cuba y en Filipinas, desarrollando una rápida guerra que terminó con la derrota de la escuadra española en Cavite (Filipinas) y Santiago (Cuba). Al mismo tiempo, la intervención de Estados Unidos en Filipinas propició un nuevo alzamiento en la isla que finalizó con la expulsión de los españoles.

En diciembre de ese mismo año se firmó la Paz de París, que significó el abandono, por parte de España, de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas que quedaron a partir de ese momento bajo la influencia y dominio americano. 

2. Las consecuencias del 98. 

La derrota de 1898 sumió a la sociedad y a la clase política española en un estado de desencanto y frustración. Para quienes la vivieron, significó la destrucción del mito del imperio español, en un momento en que las potencias europeas estaban construyendo vastos imperios coloniales en Asia y África, y la relegación de España a un papel secundario en el contexto internacional. Además, la prensa extranjera presentó a España como una nación moribunda, con un ejército totalmente ineficaz, un sistema político corrupto y unos políticos incompetentes. Y esa visión cuajó en buena parte de la opinión pública española. 

a) Repercusiones económicas y políticas. 

A pesar de la envergadura del "desastre" y de su significado simbólico, sus repercusiones inmediatas fueron menores de lo que se esperaba. No hubo una gran crisis política, como se había vaticinado, ni la quiebra de Estado, y el sistema de la Restauración sobrevivió al "desastre" consiguiendo la supremacía del turno dinástico. Los viejos políticos conservadores y liberales se adaptaron a los nuevos tiempos y a la retórica de la "regeneración" y el régimen mostró una gran capacidad de recuperación.

Tampoco hubo crisis económica a pesar de la pérdida de los mercados coloniales protegidos y de la deuda causada por la guerra. Las estadísticas de la época nos muestran que en los primeros años del nuevo siglo se produjo una inflación baja, una reducción de la Deuda Pública y una considerable inversión proveniente de capitales repatriados. Así, la estabilidad política y económica que siguió al "desastre" deja entrever que la crisis del 98, más que política o económica, fue fundamentalmente una crisis moral e ideológica, que causó un importante impacto psicológico entre la población.

Por otro lado, los movimientos nacionalistas conocieron una notable expansión, sobre todo  en  el  País  Vasco  y  en  Cataluña,  donde  la  burguesía  industrial  comenzó  a  tomar conciencia de la incapacidad de los partidos dinásticos para desarrollar una política renovadora y orientó su apoyo hacia las formaciones nacionalistas, que reivindicaban la autonomía y prometían una política nueva y modernizadora de la estructura del Estado. 

b) El regeneracionismo. 

La crisis colonial favoreció la aparición de movimientos que, desde una óptica cultural o política, criticaron el sistema de la Restauración y propugnaron la necesidad de una regeneración y modernización de la política español a. Tras el 98 surgieron una serie de movimientos regeneracionistas que contaron con cierto respaldo de las clases medias y cuyos ideales quedaron ejemplificados en el pensamiento de Joaquín Costa, que propugnaba la necesidad de dejar atrás los mitos de un pasado glorioso, modernizar la economía y la sociedad y alfabetizar a la población ("escuela y despensa y siete llaves al sepulcro del Cid"). También defendía la necesidad de organizar a los sectores productivos de la vida española al margen del turno dinástico con unos nuevos planteamientos que incluyesen el desmantelamiento del sistema caciquil y la transparencia electoral.

Además, el "desastre" dio cohesión a un grupo de intelectuales, conocido como la Generación del 98 (Unamuno, Valle Inclán, Pío Baroja, Azorín...). Todos ellos se caracterizaron por su profundo pesimismo, su crítica frente al atraso peninsular y plantearon una profunda reflexión sobre el sentido de España y su papel en la Historia.

Finalmente, la derrota militar supuso también un importante cambio en la mentalidad de  los  militares,  que  se  inclinaron  en  buena  parte  hacia  posturas  más  autoritarias  e intransigentes frente a la ola de antimilitarismo que siguió al "desastre". Esto comportó el retorno de la injerencia del ejército en la vida política española, convencido de que la derrota había sido culpa de la ineficacia y corrupción de los políticos y del parlamentarismo. 

c)  El fracaso del gobierno “regeneracionista”. 

El  gobierno  de  Sagasta  estaba  desgastado  y  desprestigiado  y  de  acuerdo  con  los mecanismos del turno, en 1899, la Reina Regente –María Cristina- entregó su confianza a un nuevo líder conservador,  Francisco Silvela, quien convocó elecciones.  El  nuevo  gobierno mostró una cierta voluntad de renovación, dando entrada a algunas figuras ajenas a la política anterior, como el general Polavieja o el regionalista conservador Manuel Durán y Bas. Se inició una política reformista, se esbozaron proyectos de descentralización administrativa, y se impulsó una política presupuestaria que aumentaba los tributos sobre los productos de primera necesidad y creaba nuevos impuestos para hacer frente a las deudas contraídas durante la guerra.

Las nuevas cargas fiscales impulsaron una huelga de contribuyentes y los ministros más renovadores acabaron dimitiendo ante las dificultades que debían afrontar sus propuestas de reforma. El espíritu de "regeneración" en el gobierno había durado escasamente un año.

A pesar de todo, el gobierno se mantuvo en el poder hasta 1901, año en que María Cristina otorgó el poder a los liberales. Las promesas de "regeneración" habían quedado en retórica, sin que tuviesen una auténtica incidencia en la vida política del país. El turno de partidos y las viejas prácticas políticas estaban mostrando su capacidad para amoldarse a cualquier intento de cambio y de regeneración. El sistema de la Restauración había recibido un duro golpe, pero había sobrevivido casi intacto al desastre.