LA PENÍNSULA IBÉRICA DESDE LOS PRIMEROS HUMANOS HASTA LA DESAPARICIÓN DE LA MONARQUÍA VISIGODA
Detalle Dama de Elche. Museo Arqueológico Nacional, Madrid |
Este tema inicial nos llevará desde la
más remota prehistoria hasta el final del reino visigodo de Toledo, un largo
recorrido sin duda. Tras analizar la situación geográfica de la Península como
encrucijada de pueblos y de influencias, pasaremos a estudiar de forma breve
–pues no es el objetivo de este tema- la prehistoria y la España prerromana.
Nos detendremos más en la dominación romana por su trascendencia y sus
consecuencias que llegan hasta hoy, y acabaremos con su epílogo el reino
visigodo de Toledo para quedarnos en el año 711 cuando se produce la invasión
árabe y un cambio radical en la evolución histórica española.
I. LA PENÍNSULA IBÉRICA: UN
ESPACIO DE ENCRUCIJADA.
Situada en el suroeste de Europa, en la
antigüedad la Península Ibérica recibió el nombre de Hispania y,
también, de Iberia. El primero fue la denominación dada por los romanos
al conjunto de la Península; el segundo fue utilizado por los griegos y
denominaba a una parte de los antiguos pobladores de la Península.
La Península Ibérica ha sido un
territorio de encrucijada, está entre el océano Atlántico y el Mediterráneo y
entre Europa y África. Fruto de esta situación ha sido históricamente un lugar
de atracción para diversos pueblos. En efecto, por el sur, por el estrecho de
Gibraltar, brazo marítimo que nos separa de África por tan sólo 15 km, han
llegado culturas prehistóricas; desde Europa nos llegan los celtas o
indoeuropeos y por la fachada mediterránea, sucesivamente, fenicios, griegos,
cartagineses y romanos y serán estos últimos, con su larga presencia, los que
darán un sentido de unidad a los pueblos que habitaban la Península.
Numerosos pueblos se han asentado desde la Antigüdad en la península Ibérica por su posición geoestratégica |
Después de Roma, nuestra condición de
país europeo se reafirma con la presencia germánica de suevos, vándalos, alanos
y visigodos. Como en otras partes de Europa, en la Península
Ibérica se protagoniza la construcción de un Estado germánico, independiente:
la monarquía visigoda. Sin embargo, cuando la Península había girado hacia
Europa, la conquista musulmana nos alejará de ella y nos aproximará a África y
hará de la Península Ibérica un espacio peculiar en la historia medieval
europea.
II. LA
PREHISTORIA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA.
La Prehistoria comprende el periodo de
tiempo transcurrido desde la aparición de los primeros homínidos, capaces de
fabricar utensilios, y la invención de la escritura. Se divide, a su vez, en
etapas o edades que toman como base el material utilizado por los seres humanos
para fabricar sus utensilios: la Edad de la Piedra (Paleolítico y Neolítico) y
la Edad de los Metales.
1. La
Edad de la Piedra: Paleolítico, Mesolítico y Neolítico.
En el Paleolítico (desde hace
1,2 millones de años hasta el 8.000) habitaron en la Península Ibérica diversas
especies del género Homo. Los restos fósiles hallados en los yacimientos
de Atapuerca (Burgos) están cambiando la visión del poblamiento
prehistórico de España y de Europa. Entre estos restos destaca el que ha sido
bautizado con el nombre de Homo antecessor, datado en torno a 800.000
años, y que es considerado el antepasado común entre sapiens (del Paleolítico
Superior) y neandertales (del Paleolítico Medio).
El equipo de paleontólogos excava en la Gran Dolina (Atapuerca, Burgos), donde en 1994 aparecieron los restos de una especie humana desconocida hasta ese momento, el Homo antecessor. |
El Paleolítico se divide en tres
etapas: Inferior, Medio y Superior.
Es una fase tremendamente larga que protagonizó un progreso muy lento. El ser
humano logró la invención y control del fuego, fabricó diversos instrumentos de
piedra, hizo uso de otros materiales y en su fase final desarrolló, en la zona
cantábrica, la pintura rupestre siendo el conjunto más famoso el de la cueva de
Altamira (Cantabria), con sus magníficos bisontes policromos.
El Mesolítico (8.000-5.000)
trascurre entre el Paleolítico y el Neolítico. En esta etapa el arte de las
cuevas cantábricas desaparece y se da ahora un arte rupestre en la zona
levantina, desde Lérida hasta Albacete. En cuevas y abrigos se representan, de
manera estilizada y monocroma, conjuntos de personas y de animales en escenas
de cacería, luchas de hombres con arcos, mujeres recolectando miel o danzas
rituales.
El Neolítico (5.000-3.000) llega
a España desde el Próximo Oriente a través de dos rutas: el Mediterráneo y el
norte de África. De cazadores y recolectores, que caracterizaba a los humanos
del Paleolítico, el del Neolítico se convierten en agricultores y ganaderos, se
hacen sedentarios, aprenden a pulir la piedra, construyen viviendas y fabrican
útiles de barro.
El llamdo Vaso del Orante, figura antropomorfa bajo el asa, impresa con cardium y relacionada con las pinturas rupestres levantinas. Cova de l´Or (Beniarrés, Alicante) |
2. La
Edad de los Metales: el Cobre y el Bronce.
El uso de los metales se inició en el Próximo
Oriente desde el IV milenio. En primer lugar se utilizó el cobre,
metal abundante en la Península Ibérica, lo que contribuyó a que llegaran
pueblos procedentes del Mediterráneo oriental a las costas del sur y del
Levante en busca de metales.
Entre otras culturas, la metalurgia del
cobre (2.500-2.000) dio lugar a la de Los Millares, en Almería,
un poblado amurallado con monumentos megalíticos, que eran enterramientos
colectivos hechos a base de grandes losas.
En el III milenio de se
desarrolla en el Próximo Oriente la técnica del bronce (aleación de
estaño y cobre), ello animó al comercio a larga distancia y la Península, rica
en mineral de cobre y de estaño, se convirtió en uno de los polos de atracción
del mundo mediterráneo. Los hallazgos en la zona del sureste (Almería y Murcia)
indican el contacto con navegantes procedentes del Mediterráneo oriental. Entre
los poblados, que ha dado lugar a una cultura propia y ha influido en otras
zonas, está el de El Argar (Almería), entre el 1.700 y 1.300,
caracterizada por enterramientos individuales en fosas, donde al difunto le
acompaña su ajuar.
Otras construcciones megalíticas,
consideradas más tardías, están presentes en las Islas Baleares, con
formas diferentes a las ya apuntadas, como los talayots, las taulas y las
navetas.
III.
LA PENÍNSULA IBÉRICA DURANTE LA ANTIGÜEDAD. LA ENTRADA EN LA HISTORIA. LA EDAD DEL HIERRO (desde el
año 1.000 a. C.).
Durante el último milenio antes de
Cristo, la metalurgia del hierro (1.000 a. C.-época romana) llega a la
Península Ibérica desde Oriente a través de los pueblos celtas o indoeuropeos,
que entraron por los Pirineos, y de los fenicios y griegos, pueblos
colonizadores procedentes del Mediterráneo oriental.
De mediados de este milenio se tienen,
debidas a autores griegos, noticias escritas sobre la Península y con ellas se
producía la entrada de la Península Ibérica en la Historia.
En general, a lo largo de este último
milenio, se mezclan los rasgos propios de las culturas nativas con la
influencia cultural venida del exterior. Todo parece indicar una evolución
lenta en la que, sin embargo, las aportaciones exteriores fueron provocando un
nivel de civilización superior de los pueblos del sur y de la costa oriental
frente al de los pueblos del interior y del norte del país.
1. Las colonizaciones y
Tartessos.
En la primera mitad del primer milenio
llegan a la Península los fenicios, los griegos y los cartagineses. Estos
pueblos colonizadores buscaban aprovecharse de la riqueza en metales de la
Península, para ello fundaron establecimientos comerciales, llamados factorías,
como centros de intercambio de metales y otros productos.
Los fenicios procedían de
Fenicia. Entre las colonias o factorías fundadas en las costas de la Península
la más importante fue Gadir (Cádiz). A cambio de metales ofrecían
objetos de vidrio, tejidos y cerámicas. Entre sus aportaciones están la
introducción del cultivo de la vid, el uso del hierro, el procedimiento de
salazón del pescado (el garum), el torno de alfarero y la escritura, al
usar el alfabeto fonético.
Los griegos procedían de
diversas polis; llegaron a la Península en el siglo VIII a. C. y establecieron
colonias en el litoral catalán y levantino. La más importante fue Emporion (Ampurias).
A los griegos se debe la introducción de la moneda, el cultivo del
olivo, animales domésticos como el asno y las gallinas y manifestaciones
artísticas en arquitectura, escultura y cerámica.
Los cartagineses heredaron y
continuaron la obra de los fenicios. Procedían de Cartago, colonia fundada
por los fenicios de Tiro. En el siglo VII se establecieron en Ibiza.
En cuanto a Tartessos, es
considerado como la primera organización de un Estado en la Península Ibérica.
Su localización exacta se desconoce, aunque parece que su núcleo principal estuvo
en la zona de Huelva y en el valle bajo y medio del Guadalquivir. Alcanzó su
mayor esplendor entre los siglos VII y VI a. C., gracias a la influencia de los
fenicios y griegos, y desaparecería hacia el 500 a. C. bajo el dominio
cartaginés.
2. Los
pueblos prerromanos.
En la segunda mitad del primer milenio
a. C., la influencia de los celtas o de las colonizaciones fenicias, griegas y
cartaginesas diferenció dos grupos culturales en la Península: los iberos y los
celtas indoeuropeos.
-Los iberos: Eran un conjunto de pueblos localizados en la franja
mediterránea y en el sur peninsular: ilergetes, layetanos, edetanos,
carpetanos, turdetanos… Su cultura, que surgió con fuerza hacia el siglo VII a.
C., es el resultado de la evolución de los pueblos indígenas
de la zona bajo la influencia de los fenicios y griegos y de las tradiciones
del mundo tartésico.
Vivían
en poblados fortificados, en lugares elevados. La religión estaba muy presente
en el mundo ibérico. En los santuarios se acumulaban exvotos, ofrendas
que representaban en general guerreros con su casco, escudo y espada.
Practicaban la incineración de sus muertos, guardando las cenizas en urnas de
cerámica que eran enterradas con piezas de ajuar, como armas y adornos.
-Los pueblos de origen o influencia
celta: Procedentes de Europa Central los celtas
atravesando los Pirineos y entraron en la Península en diversas oleadas entre
el 1.000 y el 500 a. C. Se establecieron en el centro y el oeste de la
Península y en la franja cantábrica, mezclándose con las poblaciones
autóctonas. Estamos ante los galaicos, astures, cántabros, vacceos, lusitanos…
También se incluyen los celtíberos, en la cabecera del Duero, que siendo
celtas incorporan rasgos de la cultura ibérica. Practicaban la incineración
de los cadáveres, enterrados en campos de urnas.
IV. LA HISPANIA ROMANA Y LA
MONARQUÍA VISIGODA.
1. La
Hispania romana (218 a. C. a 476).
a) La
conquista romana y el sentido de unidad.
Los diversos pueblos que habitaban
nuestra Península seguían desarrollando sus formas de vida y de cultura
propias, cuando, en el siglo III a. C., la rivalidad entre Roma y Cartago por
el domino del Mediterráneo, que dio lugar a las guerras púnicas, afectó
de lleno a nuestra Historia incorporándose España al Mundo Romano.
En efecto, tras la Primera Guerra
Púnica, que expulsó a los cartagineses de Sicilia, Cartago buscó resarcirse
ampliando su presencia colonial en la Península Ibérica, de donde obtenía riquezas
mineras y aguerridos combatientes, como plataforma para un nuevo enfrentamiento
con Roma. Así, en el año 237 a.C., el cartaginés Amílcar Barca desembarca
en Cádiz y somete a los pueblos del sur y sureste de la Península hasta
Akra Leuke (Alicante). A su muerte, sus sucesores, Asdrúbal y Aníbal,
continuaron con la labor de conquista. Asdrúbal fundó Cartago Nova
(Cartagena), y al morir le sucedió Aníbal, hijo de Amílcar, quien
decidió lanzarse a la lucha definitiva contra Roma. Explotando los enfrentamientos
entre los pueblos que habitaban el interior peninsular logró atraérselos y
luego conquistó Sagunto (219), ciudad protegida por Roma, que fue el pretexto
para iniciar la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.) que
se saldó con el derrumbe del dominio cartaginés sobre la Península mientras
Roma iniciaba su victoriosa presencia en nuestro país.
La Segunda Guerra Púnica y el inicio de
la conquista romana.
Aníbal, en efecto, atravesó, al frente
de un impresionante ejército, los Pirineos y los Alpes e invadió Italia, derrotando
a los romanos en varias batallas. Con anterioridad, Roma había reaccionado
enviando a la Península a los hermanos Cneo y Publio Escipión,
que desembarcan en Ampurias (218 a.C.), pero fueron derrotados y muertos.
Roma envió nuevas tropas al frente de Publio Cornelio Escipión, hijo del
difunto Publio, desembarcó en Ampurias (210 a.C.), conquistó Cartago Nova (209
a.C.), venció a los cartagineses y tomó Gades (Cádiz), en el año 206 a.C.,
expulsando así de la Península a los ejércitos de Cartago. Después decidió
atacar a la propia metrópoli, Cartago. Aníbal regresó para defenderla pero fue
derrotado en Zama (202 a.C.). Como consecuencia de su triunfo sobre
Cartago, Roma se apoderó, casi sin resistencias, del litoral mediterráneo y de
los valles del Ebro y del Guadalquivir.
La conquista de la Meseta. Guerras
contra celtíberos y lusitanos.
Frente a la facilidad con que
Roma había iniciado sus primeras conquistas, la ocupación de la Meseta, empresa
iniciada hacia el año 155 a. C., le va a costar a los romanos ante la
resistencia de los celtíberos y los lusitanos:
-Los lusitanos, dirigidos por Viriato,
derrotaron repetidamente a los romanos hasta que fueron sometidos tras el
asesinato de Viriato (139 a. C.).
-Los celtíberos resistieron
heroicamente el cerco romano en Numancia. En el año 133 a. C. el general
romano Publio Escipion Emiliano sitió y asedió la ciudad durante varios
meses. Al final muchos de sus habitantes prefirieron suicidarse antes que
entregarse. Tras la ocupación de Numancia, el dominio romano llegaba hasta la
cordillera Cantábrica.
Fin de la conquista de Hispania. Las
guerras cántabras (29 a 19 a.C.). El sentido de unidad.
Durante el mandato de Octavio
Augusto, primer emperador romano, tuvo lugar la definitiva conquista del
norte peninsular, habitada por galaicos, astures y cántabros. Los romanos
necesitaron diez años para dominarlos (29 a 19 a.C.), periodo conocido como guerras
cántabras.
La conquista de la Península, a la que
Roma llamó Hispania, contribuyó a dar unidad a los pueblos que la
habitaban. El uso del latín acabó con los idiomas prerromanos
excepto el vasco, la religión romana, la red de carreteras o la fundación de
ciudades fueron vehículos de unificación. Como también la organización administrativa:
en el año 197 a.C., poco después del triunfo sobre los cartagineses, se hizo
la primera división de la Península en dos provincias: Hispania Citerior e
Hispania Ulterior. Octavio Augusto la reorganizó dividiendo en dos la Hispania
Ulterior: Bética y Lusitania mientras la Citerior pasó a
denominarse Tarraconense.
A comienzos del siglo III el emperador
Caracalla creó la provincia de Gallaecia, a costa de la Tarraconense y, a principios del siglo IV,
Diocleciano estableció una nueva provincia, la Cartaginense, separada
también de la Tarraconense.
b) La
romanización.
Los
pueblos peninsulares adquirieron los modos de vida y de pensamiento de Roma; es
decir, se romanizaron. Fue un
proceso lento que comenzó al mismo tiempo que la conquista de Hispania y
se extendió desde las costas mediterráneas y del valle de Guadalquivir, zonas
de más intensa romanización, hasta las tierras del interior y del norte donde
fue un proceso más lento e inacabado.
El triunfo de la romanización se vio
posibilitado por el establecimiento de colonos llegados de Italia, el
asentamiento de soldados veteranos, tras concluir sus servicios en las
legiones, o por la atracción que ejercían las riquezas de Hispania sobre las
gentes que vivían fuera de la Península. La fundación de ciudades fue
otro elemento de romanización. Al lado de las ciudades indígenas los romanos
fundaron otras (colonias) como Hispalis (Sevilla), Itálica, Barcino
(Barcelona), Caesaraugusta (Zaragoza), Valentia (Valencia), Emérita Augusta
(Mérida), Astorga (Astúrica Augusta)... En ellas se establecían soldados
veteranos licenciados, comerciantes romanos y pobladores indígenas. A su vez,
una densa red de calzadas comunicaban a las ciudades entre sí y con los
lugares más importantes del Imperio. Hispania quedó integrada progresivamente
en la economía del Imperio Romano. También la romanización afectó a la sociedad
hispana y el latín fue otro de los elementos principales de unificación
al lograr eliminar las lenguas indígenas.
Una muestra del grado de romanización
alcanzado por Hispania es su aportación al gobierno del imperio o a la
filosofía y la literatura romanas: los emperadores Trajano, Adriano y Teodosio.
Entre los filósofos y literatos están los dos Sénecas (Marco y Lucio Anneo que
fue, éste último, preceptor de Nerón), Lucano, Marcial, Quintiliano...
Por último, la huella romana está
presente entre nosotros por medio de grandes monumentos (teatros, anfiteatros,
puentes, acueductos) y por la enorme cantidad de estatuas, mosaicos, estelas
funerarias, sarcófagos y objetos de distinto uso que han llegado a nuestros
días y podemos encontrar en los museos españoles.
c) La
sociedad hispanorromana, la crisis del siglo III y el Bajo Imperio.
La
sociedad hispanorromana del periodo republicano y de los primeros siglos del
Imperio, etapa a la que se le llama Alto
Imperio, puede definirse como “esclavista”, al poder diferenciarse entre
hombres libres y esclavos. Otra fórmula es la de considerarla como una “sociedad
de órdenes”, estructurada en órdenes cerrados, a los que se accedía por el
nacimiento o por concesión imperial. El orden superior era el senatorial,
un pequeño número de miembros de las familias más ilustres que residían
normalmente en Roma; seguía el orden ecuestre o de los caballeros, con
mayor presencia en Hispania, desempeñaban los cargos superiores en el ejército
o en las provincias imperiales. El tercero en dignidad era el orden decurional,
formado por los decuriones, que eran los miembros de las oligarquías municipales
y desempeñaban las magistraturas de las colonias o los cargos inferiores del
ejército.
Naturalmente, por debajo de estos tres órdenes
se encontraba la mayor parte de la población libre, caracterizada por su
diversidad ante la riqueza. Había, en efecto, pequeños propietarios de tierras,
dueños de talleres artesanales, que trabajaban con la ayuda de su familia y un
pequeño número de esclavos; empleados en las minas o en los servicios públicos
o privados…
Los esclavos formaban la capa más
baja de la sociedad hispanorromana. Procedían de otros territorios imperiales o
de la propia Península. Estaban privados de derechos políticos o civiles y no
podían, por ello, ser considerados como personas. Se les utilizaba como mano de
obra en el trabajo agrícola, minero, artesanal y doméstico. El amo podía
liberarle por medio de un acto de manumisión convirtiendo al antiguo esclavo en
liberto, manteniendo diversas obligaciones (económicas o de respeto y
ayuda) con respeto a su antiguo dueño.
Como en el resto del Imperio, la crisis
del siglo III provocó cambios en la sociedad hispanorromana. A lo largo del
siglo III, en efecto, el Imperio vivió un periodo de crisis que afectó a su
sistema político, económico y social. El fin de las grandes conquistas provocó
una caída en la esclavitud, con la consiguiente reducción de la mano de obra
para la producción agrícola y minera. A su vez, la pérdida progresiva del valor
de la moneda provocó la disminución del comercio.
En lo político, comenzaron las primeras
incursiones de los germanos sin que el ejército pudiera evitarlas. Éste, en
cambio, decidió intervenir en la vida política, llegando a designar entre sus
jefes a los emperadores. Las luchas entre los distintos sectores del ejército
provocaban guerras civiles que agravaban la crisis económica.
Con la crisis el Imperio inicia otra
etapa a la que se llama Bajo Imperio. En ella, las ciudades entraron en
decadencia y el Imperio se ruralizó –la gente se fue a vivir al campo- lo que
favoreció a los grandes propietarios de tierra. En cambio, la situación de los colonos o campesinos empeoró; aunque, nominalmente,
eran libres, sin embargo había restricciones: no podían abandonar la tierra que
cultivaban y el vínculo que les unía a ellas se convirtió en
hereditario. Bajo esta condición quedaron también los pequeños propietarios
libres que optaron por buscar la protección de un gran
propietario al que cedían sus propiedades. Así, lo que se conoce como sistema
de colonato fue imponiéndose, con ello se prefiguraba el
régimen feudal que termina imponiéndose más adelante en la Edad Media.
Como conclusión, cuando Hispania estaba
próxima a ver la entrada de los pueblos germánicos y a la desaparición del
Imperio romano, la sociedad aparecía dividida en dos clases: los grandes
propietarios, muy ricos, con una autoridad casi feudal, y la gran masa de población
baja o humilde.
d) La
penetración del cristianismo.
Los orígenes del cristianismo en
Hispania se hallan rodeados de algunas tradiciones, como la relativa a la
predicación del Santiago el Mayor, o de noticas vagas, sin una firme
base documental, como la referida a la venida a Hispania de Pablo de Tarsos.
Se considera que su implantación debió prender antes en los medios urbanos del
sur y levante, y que sería introducido desde el norte de África por las
comunidades judías, el ejército y los comerciantes extranjeros. La crisis del
siglo III contribuyó a ampliar sus adeptos. Del siglo III, precisamente, hay
datos sobre comunidades cristianas con obispo y presbíteros en diversas
ciudades (Emérita, Legio, Astúrica y Caesaraugusta). También demuestra su
extensión la misma persecución de Diocleciano (hacia el 300), que produjo
mártires en diversos puntos de Hispania.
La respuesta imperial cambió
radicalmente en el siglo IV. El emperador Constantino promulgó la
libertad religiosa por el Edicto de Milán (año 313). Y el
emperador Teodosio avanzó todavía más al convertir al cristianismo
en la religión oficial del imperio (año 380). En este nuevo marco, la Iglesia
ganó en influencia social y política y en riqueza.
Cuando en el siglo V las invasiones
germánicas pongan fin al Imperio romano de Occidente, la Iglesia hispana ya era
una institución sólidamente implantada.
2. La
inserción germánica en la sociedad hispanorromana. La Hispania visigoda.
La Hispania visigoda constituyó el primer
intento de unidad política en la Península Ibérica, fue como una prolongación
decadente de la Hispania romana, con la que inicialmente quiso establecer
diferencias hasta que terminó imponiéndose la fusión de
la civilización hispanorromana, predominante, con los elementos culturales
aportados por los visigodos. Su evolución, a diferencia de lo que ocurrió en el
resto de reinos bárbaros
instalados en Europa Occidental, quedó cortada tras la invasión musulmana en el
siglo VIII.
a) Las
invasiones germánicas. El establecimiento de los visigodos en Hispania.
En el
año 409, después de saquear la Galia durante tres años, los suevos, los
vándalos y los alanos, pueblos germánicos, cruzaron los Pirineos y tras someter a saqueo las tierras que
atravesaban, terminaron por establecerse: los suevos en Gallaecia
(Galicia), los alanos en la Lusitania y los vándalos en la
Bética.
Los visigodos, también de
origen germánico, tras una larga migración, vivían en la región del mar Negro.
Presionados por los hunos, penetraron en el Imperio romano y se establecieron
primero en Tracia (Balcanes) y luego, tras pasar por Roma, a la que saquearon
en el 410, firmaron un pacto o foedus, por el que, a cambio de ayudar
militarmente a Roma, ésta les permitía asentarse en el sur de la Galia. Con
anterioridad, los visigodos se habían convertido al arrianismo, una de
las primeras herejías dentro del cristianismo.
Como tropas federadas para expulsar a
los bárbaros, los visigodos penetran en Hispania en el año 415. Consiguen
arrinconar a los suevos en Gallaecia, acabaron con los alanos y obligaron a los
vándalos a trasladarse al norte de África.
Posteriormente, tras la desaparición
del Imperio romano de Occidente, en el año 476 en que fue depuesto el último
emperador, Rómulo Augústulo, los visigodos fundaron un reino con
capital en Tolosa (actual Toulouse), extendido desde el Loira hasta el
nordeste de Hispania. Todo parecía ir bien cuando la expansión del pueblo
franco por la Galia provocó el enfrentamiento con los visigodos, siendo
derrotados por los francos en la batalla de Vouillè (507).
Expulsados de la Galia, se establecieron en Hispania, conservando la provincia
de Septimania, al norte de los Pirineos, con capital en Narbona. La capital del
nuevo reino se situó en Toledo.
b) El
reino visigodo de Toledo: la unificación.
Trasladados
de la Galia a Hispania, los visigodos, no mucho más de unos cien mil, eran una minoría
al lado de los seis millones de hispanorromanos. Se formaron así dos
comunidades,
que se habrían fundido sin dificultad si no se hubieran mantenido los visigodos
como una minoría guerrera, dueña del poder, recelosa a la unidad. Cada
comunidad vivía bajo sus propias leyes; la religión era diferente: los
visigodos eran arrianos; los hispanorromanos eran católicos, amparados por sus
obispos que adquirieron gran poder e influencia.
A la larga el proceso
de unificación se impuso. Los monarcas visigodos se propusieron extender su
soberanía sobre el territorio de la antigua Hispania romana. El monarca Leovigildo
(568-586) dio un gran paso hacia la unificación territorial cuando
en 585 puso fin al reino suevo de Gallaecia. No pudo, en cambio, acabar con las
guarniciones bizantinas del litoral sur y sureste, instaladas a mediados del
siglo VI por el emperador bizantino Justiniano, interesado en reconstruir el
Imperio romano. Por fin, a comienzos del siglo VII, el rey Suintila logró
expulsar a los bizantinos.
Con
anterioridad, se había dado un gran avance hacia la unificación religiosa al
convertirse el rey Recaredo, hijo y sucesor de Leovigildo, al
catolicismo en el III Concilio de Toledo (589). A partir de la conversión de
Recaredo, los Concilios de Toledo trataron, además de temas religiosos,
asuntos relacionados con el gobierno del reino. Los judíos, al quedar
fuera de la unidad religiosa, fueron perseguidos y ello explica a la larga el
apoyo que prestaron a los musulmanes al iniciarse la conquista en el año 711.
Como cada
pueblo mantenía sus leyes, al proceso de unidad faltaba la legislativa
que se obtendrá por Recesvinto cuando, en 654, promulga el Liber
Iudiciorum, texto único legal para visigodos e hispanorromanos.
La fortaleza
del reino visigodo, que parecía adivinarse por este proceso de unidad, escondía
una gran debilidad interna, motivada por la evolución hacia una sociedad
feudal con fuerte predominio de la nobleza, que iba acumulando cada vez más
privilegios que restaban autoridad al Estado visigodo. La lucha por el poder
entre las grandes familias de la nobleza, convertidas en facciones rivales que
pugnaban por instalar a su respectivo candidato a la muerte de cada rey, estaba
socavando los cimientos de la monarquía visigoda. Enfrentamientos en los que
también la Iglesia, la jerarquía eclesiástica, tomaba parte en conjuras y
conspiraciones. Los últimos reyes, Witiza y don Rodrigo,
terminaron poniendo fin al reino. Muerto Witiza (710) éste quiso transmitir el
reino a su hijo Ákila, pero la facción rival se impuso y colocó al
frente del reino a don Rodrigo (710-711). Los witizanos, entonces,
llamaron en su ayuda a los musulmanes que acababan de finalizar la conquista de
todo el norte de África. En el año 711 desembarca Tarik junto a
Gibraltar al frente de un ejército bereber; don Rodrigo acudió a frenarlos, pero en la batalla de Guadalete (711)
era derrotado y perdió la vida. Era el fin de la dominación visigoda de la
Península.
d) El
prefeudalismo de la sociedad visigoda.
La estructura de la sociedad visigoda
es una prolongación de la hispanorromana del Bajo Imperio. Sigue
predominando la economía rural y se mantiene la decadencia de la vida urbana y
del comercio.
El grado más bajo en la escala social
lo ocupaban los esclavos y libertos, obligados a continuar al
servicio de su anterior amo. La nobleza englobaba a los herederos de la
aristocracia senatorial hispanorromana y a los nobles visigodos, descendientes de
los linajes más antiguos, que al asentarse en Hispania se adueñan de grandes
dominios, donde los colonos, cada vez más estrechamente,
dependían de la autoridad de los dueños de la tierra.
Paralelamente, al desarrollarse en la Hispania
visigoda los lazos
de dependencia personal,
con ellos se estaban dando los pasos hacia una sociedad feudal. Así, los “gardingos”, que eran la clientela armada del rey,
los guardianes de su persona, recibían de él latifundios (beneficios).
Así estaba la sociedad visigoda,
avanzando despreocupada, metida en peleas entre los poderosos, debilitándose
cada vez más el Estado, sin advertir que, siguiendo esa vía, estaba
transformándose en una presa fácil para los musulmanes.